Uno de los graves problemas teóricos y prácticos del poder político es la justificación del “derecho” a mandar, y correlativamente, la explicación de las razones por las que las personas están obligadas o obedecer. El poder es un hecho basado en la fuerza, que busca permanentemente la forma de legitimarse, esto es, de adquirir dimensiones jurídicas y soportes éticos. La historia de las doctrinas políticas es, en el fondo, la narración de las más imaginativas fórmulas inventadas para encontrar explicaciones más o menos convincentes al hecho de mandar, y para eliminar los inevitables vestigios de duda que siempre dejan los fundamentos y discursos sobre los que actúan ya sea monarcas, caudillos o presidentes, ya lo hagan en nombre de Dios o del pueblo.
La monarquía pretendió legitimarse con el argumento del origen divino del poder. Su gran aliado fue la Iglesia y, en general, las religiones que encontraron en los monarcas factores esenciales para alcanzar obediencia en los asuntos terrenales y en los celestiales. La ficción de la legitimidad teológica del mando tuvo vigencia por largos siglos, hasta cuando racionalistas y liberales pusieron en duda semejante doctrina, propiciaron las revoluciones inglesa y francesa y concluyeron con el antiguo Régimen.
La soberanía del pueblo y su vertiente democrática es otra ficción en pro de legitimar el poder. El pueblo mismo es una ficción, pues no existe como entidad política, existen las personas concretas que votan. La representatividad es otra ficción que tranquiliza conciencias. Las elecciones y las asambleas son expresiones de esa ficción, que, por el momento, goza de buena prensa, a tal punto que casi nadie se atreve a poner en cuestión sus fundamentos. Sin embargo, por virtuosa que sea la teoría, la racionalidad y la responsabilidad exigen pensar a la democracia, someterla a la crítica que pueda fortalecerla, y que ponga en evidencia sus vicios, como el populismo, el asambleísmo y el secuestro de los derechos de las personas, a pretexto de las decisiones de mayorías legislativas que carecen de facultad para limitar o sancionar el ejercicio de las libertades fundamentales.
El fascismo, el comunismo y las tesis revolucionarias son formas de ficción. En esos casos, las excusas para ejercer poder, condicionar la vida de la gente y menoscabar sus derechos son, a su turno, la nación, la clase social o el monopolio de la verdad por parte de un grupo militante. Todos buscan justificarse, porque saben que la coacción, la fuerza y el gobierno implican un grado de servidumbre, de sometimiento, de renuncia a los derechos no siempre en beneficio de la comunidad y con frecuencia en ventaja de los poderosos.
Los sistemas políticos de todos los colores tienen tras de sí una ficción, la gran ficción de la legitimidad, la excusa que obliga y que pretende explicar por qué hay unos que mandan y masas que obedecen.