La trágica y repentina muerte de Santiago Gangotena ha traído consigo esperables muestras de auténtico pesar, y no pocos testimonios de quienes lo consideran un referente o agradecen haberlo conocido. No han faltado, sin embargo, los que festejan la muerte, los que aprovechan para destilar odios y rencores, los que creen pasarse de ingeniosos pero, en realidad, solo exponen su condición de vulgares miserables. Lo grave de esto último es que expresa el lado oscuro de un país que, construido a fuerza de exclusiones, acabó corroído por el resentimiento.
Sin duda, podemos criticar ideas, visiones y formas de ser de Santiago Gangotena, se puede tener otra concepción del mundo, pero hay que ser muy deshonesto, o demasiado canalla, para no reconocer sus indudables méritos.
A partir de un proyecto loco, desde una vieja casa con laboratorios instalados en la cocina, entregó al país una forma nueva de encarar la educación superior. Claro que fue una obra colectiva, pero fue él quien la pensó, convenció a otros y la puso en marcha.
Contra lo que pregona la leyenda urbana, la Universidad San Francisco de Quito fue concebida a partir de la inclusión; dos amplios y exitosos programas, el de becas y el de diversidad étnica, hacen que la lucha contra las exclusiones deje el espacio de los discursos y la retórica y se exprese en estudiantes de los más diversos sectores sociales, sentados en la misma aula, conociéndose y buscando entenderse.
En el tiempo de la especialización y el encierro de la realidad en compartimentos aislados, la San Francisco rompe las paredes para recuperar la vieja idea de las artes liberales, para ver el mundo como una totalidad en la que nada de lo humano puede sernos ajeno. Esta forma de entender las cosas, unida a la lucha por la libertad para enseñar y aprender, es un legado que no se puede sino agradecer, porque devuelve a la Universidad la dignidad de ser eso que reclamaba el recordado Hernán Malo: sede de la razón.