La cultura política, propia de una democracia, establece que el ser humano es la referencia básica de toda convivencia. En función de la dignidad de la persona hay que establecer la “armonía” de las relaciones sociales y políticas. Una dignidad y una armonía vividas sin distinción de razas, culturas y religiones.
En la dignidad humana ha de fundamentarse cualquier proyecto político-social. La verdadera laicidad no tiene por qué imponer ni impedir la visión religiosa de la vida, que es siempre una opción y un derecho en libertad. Una opción y un derecho. Así viene recogido en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 10 de diciembre de 1948. Unos derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana .
En este horizonte hay que ubicar el tema del “Estado laico”, algo que no todos entendemos y valoramos por igual. Estado laico no es el que ignora la religiosidad del pueblo, sino el que organiza la vida social y política desde la dignidad humana. La libertad religiosa es un derecho de la dignidad humana, allí, precisamente, donde la dignidad se vuelve más significativa, incluso más vulnerable. No basta con proclamar el principio de libertad. Si la libertad religiosa es un derecho (así viene recogido en nuestra Constitución) el Estado tiene la obligación de tutelarlo y de promoverlo. El ejercicio público de la fe cristiana (de cualquier religión) exige un espacio de desarrollo vital, jurídico y social que haga que los principios no sean disparos al aire… La Declaración de las Naciones Unidas no ignora el hecho religioso. Por el contrario, hace de él objeto de un derecho. Reconoce en lo religioso, de forma positiva, el valor social de algo que el ciudadano elige en libertad.
La vida religiosa, personal y comunitaria, es una parte de la vida social, ejercida según un legítimo derecho. ¿Qué tiene que hacer la autoridad?, simplemente, protegerlo y no impedir, sino facilitar espacios y cauces de servicio a los ciudadanos. Lo contrario supone exclusión y discriminación.
Cuando la Iglesia pide esos espacios en la vida pública no está pidiendo ningún privilegio… Es el derecho que todos los ciudadanos tienen de ser atendidos espiritualmente cuando están enfermos, privados de libertad o, simplemente, cumpliendo su servicio militar. Sin el ejercicio de esta libertad (de esta y de cualquier otra) el Estado dejaría de ser auténticamente laico y caería en una arbitraria e inhumana imposición. No es libre la persona que no puede escoger en lo que afecta a su identidad y a sus preguntas más fundamentales. Este es el problema de fondo, más allá del costo material de garantizar y administrar derechos. Todo derecho tiene un precio, que los cristianos, como todo hijo de vecina, pagan con sus impuestos.
La separación radical entre lo socio-político y lo religioso solo es posible en el papel o en la mala formación de funcionarios que sostienen un modelo de Iglesia y de sociedad cual si fueran incompatibles. Lo que hace compatibles tales realidades es el diálogo, el pacto, la leal colaboración, el reconocimiento del valor de una fe que es pública, aunque muchos quisieran arrinconarla en las sacristías.