Somos amigos y se lo pregunté directamente: “¿por qué permitiste que los militares se robaran un diez por ciento de los presupuestos de defensa durante tu gobierno?”. Esta conversación ocurrió hace varios años. Era off-the-record. No había hostilidad en mis palabras, sino curiosidad. El expresidente me contestó con una mezcla de franqueza y melancolía: “porque si trataba de impedirlo me hubieran dado una patada en el trasero”.
La corrupción era la forma de mantener una cierta estabilidad institucional. Nadie se escandalizaba. A cambio de ese maridaje non sancto había paz. Desde hace miles de años tres cuartas partes de los Estados del planeta funcionan así. Douglass North, Premio Nobel Economía en 1993, junto a dos colegas, lo describe admirablemente (A Conceptual Framework for Interpreting Recorded Human History). Les llama “sociedades de acceso limitado”. La alianza entre el poder político y el económico elige a los triunfadores, divide el botín y le asigna las migajas al resto. A cambio, hay estabilidad.
Lo novedoso, hace apenas dos siglos, es la aparición de algunos Estados guiados por la ley, la competencia, y la meritocracia, donde moralmente se condena y persigue penalmente el enriquecimiento ilícito, el peculado y la colusión entre el sector público y los empresarios privados que esquilman a los contribuyentes. Estas sociedades, según North, son las de “acceso abierto”. En ellas triunfan los mejores, sujetos a las reglas y por medio de la competencia, lo que no las hace perfectas, pero sí más hospitalarias con el progreso y la prosperidad.
A John Maynard Keynes, el economista británico más influyente del siglo XX, debemos la peligrosa y extendida propuesta de que los gobiernos, mediante el aumento del gasto público y el perímetro del Estado pueden combatir el desempleo, impulsar el crecimiento y controlar la inflación permanentemente. ¿Qué mejor coartada para gobernantes y funcionarios deshonestos?
Pero la idea central del keynesianismo –el gobierno como gran operador económico para evitar los ciclos de recesión— tampoco contaba con la psicología de los políticos y los funcionarios honrados. Estos no se robaban los recursos por ética profesional, pero sí actuaban según sus intereses electorales. Si un congresista o un gobernador regional perciben que una inversión pública realizada en su circunscripción favorecerá su destino político, probablemente la auspicien aunque no tenga sentido para la totalidad de sus conciudadanos. Sencillamente, no existe el bien común, sino decisiones tomadas por quienes tienen sus propios intereses personales.
Cuando Keynes, tras la crisis planetaria de 1929, comenzó a formular sus teorías, parecía una propuesta razonable. El tiempo y la experiencia no confirman sus pronósticos. No es buena para las naciones respetuosas de la ley. Es terrible para las otras.