Llegó Jesucristo y dijo que todos éramos hermanos y que había que amar a los susodichos como si de nosotros mismos se tratara. Algún santo se lo creyó, pero la mayoría parece que no se lo tomó muy en serio. Los cruzados le cortaron la cabeza a cuanto moro pudieron. La Revolución francesa también se puso a cortar cabezas en nombre de la Fraternitè. En el mismo nombre los soviets asesinaron a millones de personas en los gulags. Y hoy, Putin, por el bien de la hermandad de la gran Rusia machaca a miles de ucranianos. Todos nos recuerdan el principio de la historia: también Caín y Abel eran hermanos …
Lo cual me lleva a hablar de la desigualdad global en la que vivimos. ¿Algún día seremos todos hermanos tal como el Nazareno nos pedía? Difícilmente, si las cosas siguen así. Ciertamente es bueno que el mercado estimule al hombre a trabajar e invertir. El problema es que las diferencias económicas se vuelven excesivas. El World Inequality Report 2022 nos muestra que las diferencias en renta y en riqueza son abismales, lo cual no es por casualidad, sino por voluntad política. Como reacción surgen los populismos de izquierda y de derecha que viven del descontento que produce la desigualdad. Y es que resulta un tanto fastidiado esto de que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres más pobres.
Estos días, en que he visitado Chile, he tratado de comprender su convulsa realidad, mientras corría por la Alameda escapando de la quema. Y se me venían a la memoria las palabras del Papa Francisco en la Laudato Si sobre la necesidad de cambiar el modelo de desarrollo, lo cual le ha granjeado al Santo Padre más de una diatriba por sus críticas al neoliberalismo y sus denuncias a la cultura del descarte. Y, sin embargo, el Papa no ha hecho más que trasladar a nuestra época la larga tradición cristiana que afirma que todos somos hermanos, no iguales, pero sí hermanos, Aunque no nos guste, habrá que seguir recordándolo.