Muchos ciudadanos se quejan de los impuestos que tienen que soportar. Pensándolo bien, creo que el impuesto más gravoso es el que nos impone la corrupción, un dinero que no se recupera y que nunca beneficiará a nuestro bendito y sufrido pueblo que, día a día, como si se tratase de una maldición gitana, ve cómo los corruptos campean a sus anchas, sin importarles un pepino el dolor de los más empobrecidos. Es curioso, pero somos capaces de armar un buen lío si el transporte público sube cinco centavos, pero acabamos normalizando la corrupción como si formara parte ineludible de nuestra historia. Una corrupción normalizada es sinónimo de un estado fallido y de una sociedad prostituida. Así no hay futuro.
Mi tía Tàlida, bendita entre las mujeres, solía decir que los ladrones de guante blanco no perdían la sonrisa ni para llorar. Y eso que ella, experta en rosarios y bizcochos, nunca había oído hablar de dinero negro, ni de paraísos fiscales, ni de evasión de capitales, ni de otras lindezas. Ella vivía convencida (devota del catecismo del P. Astete) que los dineros tenían que estar bien ganados y bien gastados. Y que gastar más de lo necesario era como una especie de fiebre tifoidea que afectaba a los nuevos ricos.
El papa Francisco no llegó a conocer a mi linda tía, pero se ve que ambos pertenecen a la misma corriente sabia y portentosa. Lo digo porque, no hace mucho, hablando el Papa a un numeroso grupo de empresarios italianos, les dijo exactamente lo mismo: hay que ganar el dinero con honradez y gastarlo con un profundo sentido social. Gracias a Dios, son cada vez más las empresas que respiran solidaridad, cuidan la ecología y utilizan energías sustentables y, al mismo tiempo, promueven educación y proyectos de desarrollo capaces de dar vida y futuro a un buen número de jóvenes.
Seguramente, en el más maravilloso de los mundos (terrenos) habrá siempre una, aunque sea, pequeñita corruptela. Pero, lo mismo que habrá que luchar por el pan de cada día, ojalá que luchemos por erradicar semejante flagelo.