Las revoluciones plebiscitarias encuentran su peculiar fundamento en la épica, es decir en la presentación (o en la representación, en el sentido teatral) de grandes gestas, de grandes empresas políticas, por lo general utópicas y revestidas de heroísmo. Necesitan nutrirse, y hacernos espectadores mudos y pasivos, de dramones, de culebrones que nos mantengan en vilo, que nos tengan pegados al televisor, que nos enchufen a la radio, que nos hagan buscar el periódico. Así, los líderes revolucionarios, que se suceden inevitablemente en la historia crónica (como si se tratara de una condena del destino) luchan contra dragones y criaturas imaginarias, denuncian y se suben al ring con lejanos imperios que ni siquiera se molestan en saber de su existencia (me refiero a la existencia del líder). Así también la épica revolucionaria necesita de enemigos permanentes contra los que apuntar sus dardos envenenados -en términos pugilísticos, “sparrings”- objetivos políticos automáticamente impopulares, como banqueros y periodistas. ¿A quién en sus cabales se le ocurriría defender a un banquero? Ni el mismísimo Pessoa pondría las manos al fuego por su propio banquero anarquista.
Símbolos sagrados. La épica revolucionaria precisa mantener vigentes, mantener palpitantes, los símbolos sagrados. De ahí la obsesión casi delirante con la patria y sobre todo con mantener al líder atado a la patria, como su defensor a brazo partido, como único depositario de la verdad absoluta e indebatible, como depositario fiduciario de aquello que es más sacrosanto: la soberanía, la dignidad nacional, el pundonor y el honor. Por eso el líder tiene que abarcarlo todo: los derechos ciudadanos (por nuestro propio bien, la población debe ser tutelada desde el poder), encarnar la magnificencia y la grandeza del Estado (vivir al margen del poder es vivir en el error), representar la majestad del cargo (porque la única democracia es la democracia de las urnas) y personificar la mismísima existencia del gobierno (mientras más ministros haya, más férrea será la voluntad presidencial).
Martirio y sufrimiento. Es que los líderes revolucionarios también tienen que sacrificarse por sus pueblos bienamados, argumentar que están en el temporal cargo (subidos al indomable potro) solamente porque los ciudadanos se lo piden a gritos y en las calles y plazas. De forma que el líder se convierte en indispensable e irrefutable, en el único capaz de arremangarse y solucionar los grandes problemas nacionales, en el redentor que entrará por las puertas de la ciudad a lomos de un caballo blanco, con el ánimo de sacrificarse por el pueblo adorado, por el pueblo que merece ser protegido.