Crepita el fuego al golpe del martillo sobre el yunque; el hierro se encrespa, ondula y se somete a las manos del artista. El mundo del hierro no es inmediato. Para subyugarlo, hay que amar el fuego, la potente materia , la osadía. Se conoce algo solo si se lo ama. O, como dice Elsa Morante: “Solo quien ama conoce”. En el trabajo escultórico de Francisco Romero (Zaruma, 1924) se cumple este principio.
Conocer significa nacer juntos. Esa razón de vida está junto a mí al momento de entrar en la casa del artista; él la guarda en una urna iluminada que alberga su retrato: una bella mujer de pelo blanco y rizado. Al referirnos que la perdió hace poco, llora, silencioso.
Delante del retrato reposa un tren. “Quería mucho los trenes, musita Francisco, este lo hice para ella”. ¿Adónde va esa máquina perfecta hecha a imagen y semejanza de su amor? El tren listo para viajar, sus piezas vivas y bruñidas, ¿es su primer viaje?
El padre del artista fue herrero. Francisco lo ayudaba en su trabajo. A sus 97 años camina erguido, el paso firme,nos guía en su taller. Piezas talladas en cuerno de vaca y en madera de sus primeros trabajos, pero él soñó siempre en el combate de sus manos con lo más duro, el hierro.
Así, con la obra del hierro estetizado, Romero crea un cosmos metálico que no solo se necesita contemplar, sino participar en el devenir ardiente de una violencia creadora. El espacio de su obra no solo está geometrizado, sino también dinamizado.
Desesperanza, Relincho, Garbo, Cargador de banano, Quijotes, Cristos…, músicos, parejas de amantes, mujeres leves y livianas, personajes populares, pueblos…desfilan ante nuestro ojos; es el sueño de un artista realizado con sabiduría y paciencia.
Un Cristo, hosco y tierno, nos mira desde su rictus de muerte y de vida al despedirnos. Francisco sonríe desde el umbral de la puerta.
“¡Ahora,/ tiempo, te enrollo,/ te deposito en mí/ caja silvestre/ y me voy a pescar/ con tu hilo largo/ los peces de la aurora!”