La reciprocidad fue un importante elemento de cohesión social en las sociedades americanas precolombinas. Este sistema, basado en el intercambio solidario de apoyos, permitió resolver las necesidades concretas de las familias y fortalecer la confianza comunitaria. En muchas zonas sobrevive hasta nuestros días.
El régimen colonial transformó este principio en una relación servil y vertical entre hacendado y peón, entre jefe y subordinado, entre patrón y empleado. De la solidaridad se pasó a otro sistema que, en buen romance, no es más que un simple y pedestre pago de favores. El que estaba bajo la escala jerárquica debía esmerarse en halagos y adulaciones hacia su superior para sobrevivir. Había que hacer buena letra para asegurarse la complacencia y la gratificación de la autoridad.
El régimen republicano perfeccionó e institucionalizó el mecanismo a extremos perversos, aprovechándose de una enmarañada estructura burocrática estatal. Originalmente, la retribución de apoyos se hacía a base de los recursos propios de los involucrados, dando a cambio productos o fuerza de trabajo. La república, en cambio, instituyó el pago de favores con fondos públicos, es decir, con recursos ajenos. El palanqueo y la retribución espuria terminaron convertidos en prácticas aceptadas tanto en el sector público como en la relación de este con el sector privado.
El comunicado suscrito por autoridades y funcionarios de la Fiscalía, respaldando a su máximo personero por el caso de Natalia Emme, refleja la dificultad de nuestra sociedad de escabullirse de ese atolladero. Quizás sin proponérselo, los firmantes del comunicado han colocado a su propia institución en terapia intensiva. De nada valen los equipos nuevos, las paredes pintadas, la ampliación de las dependencias o las mejoras en infraestructura, de los que tanto se ufana el Fiscal General, si la independencia de los fiscales y funcionarios está en entredicho.
De la suspicacia que en principio generan estas conductas, muchos ciudadanos podemos pasar a una pérdida de confianza generalizada sobre las decisiones que tomen los administradores de justicia. Así, los afanes por recomponer una institución clave para la democracia quedarían nuevamente burlados.
“Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo”, le aconsejaba Don Quijote a Sancho hace 400 años, a propósito de su independencia frente al príncipe. No quería el gran hombre más compromisos que los que su propia libertad le exigiera. Sería preferible que nuestros jueces y fiscales agradecieran al cielo, y no al jefe, por la delicada responsabilidad que tienen en sus manos.