Hablamos en español y somos católicos (¿?). Nuestros valores vienen del liberalismo y la democracia que inauguraron Norteamérica y Europa.
La cultura mestiza tiene una fuerte carga occidental, hispánica, sin desmerecer los contenidos nativos, claro está. Sin embargo, alimentamos un persistente rencor hacia todo eso. Negamos la historia. Pretendemos borrar la Colonia. Nos duele la conquista y llevamos como carga aquello que irremediablemente somos. Prospera el odio al liberalismo. No queremos reconocernos ni mirarnos en los espejos enterrados de que hablaba Carlos Fuentes. Preferimos las máscaras y los antifaces y disimular nuestros dramas.
Nuestra “moneda nacional” es el dólar norteamericano, gracias al cual el país equilibró la economía y sorteó los descalabros de la quiebra bancaria. Se recuperaron los salarios, se estabilizaron los precios, las exportaciones dejaron de escudarse en la ficción de la devaluación, renació el crédito a largo plazo, creció la clase media e invadió centros comerciales y restaurantes, y empezó a viajar como nunca antes. Todo esto es bueno, por cierto. Sin embargo, nos fastidia lo gringo y nos incomoda el principal socio comercial. Nos marca una arraigada “cultura” antiamericana.
Vivimos de la maldición petróleo. Sus altos precios han permitido construir un Estado potente y alimentar a la burocracia que crece sin cesar, pero repudiamos la globalización sin la cual no habría comercio del crudo ni precios exorbitantes. Los migrantes van a los Estados Unidos y a Europa. Jamás han enrumbado sus destinos a Irán, ni a Cuba ni a Bolivia o Venezuela. Del capitalismo vienen las remesas, pero nos “enferma” el capitalismo, y cada vez que podemos, salimos a gritar contra tan perverso sistema.
Buena parte de la clase media sueña con Miami y Disneyworld, pero es frecuente el repudio a los símbolos de esa sociedad satisfecha. De la preferencia por los jeans y por las hamburguesas, ni se diga. Aspiramos a los modelos del éxito, pero nos mortifica el éxito del vecino.
Vivimos en perpetua contradicción. Navegamos en las aguas turbulentas de un desencuentro que se prolonga ya por demasiados años. No acabamos de reconciliarnos con lo que somos. No estamos en paz con la historia que está allí, como testigo de piedra, silenciosa, acusadora. No terminamos de suprimir nuestros miedos ni hemos logrado superar a los fantasmas que nos aterran y que están adentro, en la secreta intimidad de cada cual.
Alguna vez habrá que plantearse en serio esta paradoja nacional y asumir estos temas, incorporar el pasado y darle cara a la realidad. Es la única forma de perfilar la personalidad del país. Esto debería ser fruto de la sinceridad de una sociedad ni utilizando el subterfugio de la culpa ajena para dormir tranquila.