Le hace justicia a una persona que escogió el periodismo como forma y medio de vida, ilusionado en que, de esa manera, haría lo que siempre anheló: escribir.
Los que le conocimos desde las aulas universitarias podemos constatar que sigue siendo el mismo, con sus sueños incólumes pero más agudo en el momento de dar crédito a las palabras de los políticos de oficio, luego de haber tratado en su profesión con tanto audaz y vivaracho, percatándose que al puro estilo de los personajes más barrocos de las páginas del realismo mágico, son capaces de cualquier ofrecimiento con tal de alzarse con el poder.
De lo que sí ha sido reo es de sus principios, que a juzgar por lo que dice, expresa y escribe están allí permanentes, latentes, marcando cada uno de sus pasos, viviendo el día a día, ajeno al adulo practicado por tantos que no han dudado en inclinar su columna para congraciarse con el poder.
El caso de Martín es emblemático por varias razones, pero quizás la más relevante es su decisión de enfrentar una amenaza que contaba con todos los elementos para conseguir su siniestro propósito: acallar las críticas incómodas, asediar a los irreverentes, hostigar a los que disienten con la verdad unidimensional. No ha sido el único. Justo es rendir homenaje a todas esas voces que se alzaron en contra de la tentación totalitaria, que no claudicaron, e incluso a esos otros que tuvieron que corregir su embelesamiento anterior, para después ayudar a develar el audaz proyecto que peligrosamente puso en vilo a las libertades.
De ahí que el fallo es esperanzador. Quizás influyó que los argumentos del acusador eran tan traídos de los cabellos que una condena en esas condiciones habría conllevado aún más descrédito a una función del Estado que, para cualquier ciudadano medianamente informado, no ha sido independiente. Ha estado sometida a los dictámenes del poder de turno, por lo que temerosa y mojigata dio luz a sentencias que avergüenzan al foro, que desdicen de la formación que obtuvieron los operadores de la justicia, que hizo todo lo que estuvo a su alcance para mostrar hasta qué punto se metieron las manos en ella.
Tal vez por eso, cuando no se sanciona a un inocente, es posible pensar que las cosas pueden cambiar y que son propensas a enderezarse. Todo depende de los mensajes que se envíen. Si las autoridades se abstienen de interferir en la esfera judicial y permiten que ésta realice su trabajo de manera independiente, premiando los méritos académicos y la carrera de los más probos, es posible un atisbo de esperanza. Pero todo tiene que reflejarse en los hechos. Y estamos a puertas de la renovación parcial de algunos entes judiciales. Ahí se podrá avizorar de manera fehaciente si realmente podemos aspirar a un cambio o si todo se mantendrá como esta hoy: corriendo hacia el descrédito.
Al fin una batalla ganada al rencor y al abuso. Queda la esperanza que quienes buscamos un país justo y solidario, que procese sus diferencias a través del diálogo constructivo, seamos la inmensa mayoría.