Las sociedades funcionan cuando hay un mínimo de confianza y de solidaridad verdadera; cuando la gente puede hablar sin miedo; cuando se puede caminar sin mirar atrás esperando el golpe a traición o la sorpresa del arranche; cuando es posible trabajar sin desasosiego.
Las sociedades funcionan si la política es ocupación subalterna y si sobre ella están el entusiasmo y el esfuerzo de cada día; y si hacemos homenaje constante a la práctica de la tolerancia, a la discrepancia sin insultos, a la razón, y a la negación de la violencia. Pero si una sociedad se radicaliza y coloca a la política y a sus ideologías y tácticas sobre la hermandad, es que ha llegado la plenitud del odio, significa que en la gente se ha instalado la guerra civil mental y que se ha desterrado toda posibilidad de consenso. Ese es el método más eficaz de los “revolucionarios”.
El Ecuador está entrando en el terreno minado de la explotación política del odio. Ya no nos vemos como antes; empezamos a buscar y a encontrar, sistemáticamente, razones para desconfiar, ofender y creerse cada cual juez de la verdad y la justicia.
Estamos envenenando la vida. Cada mañana, salimos de casa con el fastidio o el rencor a flor de piel, después de mirar noticieros, declaraciones tonantes y anuncios de violencia concertada que apuntan a destruir el verdadero concepto de comunidad.
El odio, que comienza como sentimiento, encuentra pronto ideologías que le “dan sentido”, doctrinas que lo justifican, tesis que afinan el afán de desquite. Entonces, se “racionaliza” el rencor, y en la sociedad se instala la lógica destructiva.
La dialéctica de la venganza genera respuestas y todos se sienten autorizados para actuar según ella aconseja. La historia está llena de ejemplos de las tragedias que este fenómeno produce, de la confianza que se pierde, de la colaboración que desaparece y de cómo la gente termina ensimismándose, encerrando es sus pasiones, en sus miedos y angustias. El vecindario se convierte, entonces, en arrabal lleno de enemigos, la oficina, en infierno de rivalidades, los pasajeros del bus, en racimos de gente fruncida, los conductores, en prepotentes armados de automóvil.
Es en la política donde el rencor alcanza plenitud. Lo que ocurre en Latinoamérica es ejemplo de ese tipo de acciones, y es evidencia de que el único remedio contra la destrucción de la racionalidad es el consenso, el mínimo acuerdo entre gente civilizada, que está obligada a asumir ese inteligente y generoso sentido de la política y de los comportamientos sociales, para evitar tragedias donde triunfa la ceguera, la fuerza y la negación de las razones de los “otros.”
¿Seremos capaces de superar el odio que asoma? ¿Podremos escapar de la trampa de la violencia?