Demasiados casos de corrupción en todo lado. Lo más jugoso de las acusaciones de corrupción contra Trump han resultado ser sus estafas y evasión de impuestos con elaborados esquemas al estado de Nueva York.
En Canadá, hasta Justin Trudeau acaba de ser acusado de “ayudar” a la constructora SNC-Lavalin a evadir la justicia en casos de corrupción. Pero América Latina supera de largo las expectativas: desde Enrique Peña Nieto acusado de recibir millones del Chapo Guzmán hasta Lula Da Silva acaba de ser sentenciado en Brasil a 12 años de prisión por Lava Jato, pasando por todos las pruebas contra los Kirschner.
En Ecuador, los casos no se quedan atrás, desde los millones evaporados en la inexistente refinería del Pacífico, pasando por los casos de Petroecuador y Odebrecht. En verdad, sino fuera por acuciosos periodistas que han estado detrás de todas estas historias, los casos ni siquiera empezarían a conocerse, peor aún a procesarse judicialmente.
Es momento de hacer una reflexión profunda sobre la esencia de la ética pública y la creciente ausencia de ella justamente en el escenario público. Las conductas políticas contrarias a la ética no comienzan y terminan con millonarias coimas o extracciones directas al erario nacional, empiezan con pequeños actos que violan –desde el primer instante que se cometen- el mínimo principio de confianza y respeto que merece el estado, que representa a todos los ciudadanos.
Desde aquél funcionario público que se lleva todo el papel higiénico para su uso familiar hasta el asambleísta que usa su poder para gestionar que su hijo vaya de agregado comercial en el exterior hasta conexiones y “palancas” para gestionar puestos en el Estado para él o ella o los suyos. El uso indebido de autos del estado, de tarjetas magnéticas, de viáticos ya solo suma al repertorio. Eso sin contar con todos los puestos que se llenan por conexiones sin siquiera tener mínima cualificaciones, desde choferes hasta asambleístas y ministros.
El uso y abuso del Estado para beneficio personal es el primer gran paso de la corrupción en el estado. Nadie pone linderos entre su beneficio personal y el de la colectividad. O creen que es lo mismo y que es lo único que importa. No creemos en una sociedad equitativa, peor aún meritocrática. El Ecuador se ha convertido en el imperio de hordas o clanes donde el que tiene padrino se bautiza y el que no, busca desesperadamente padrinos de cualquier tipo para alcanzar algo del Estado.
En este punto, no hay un solo partido político o movimiento que pueda tirar la primera piedra. ¿Cómo arreglar todo esto? Difícil en una cultura donde la copia es hasta celebrada por los padres desde la escuela; en una sociedad donde la viveza criolla se celebra más que el esfuerzo y el sacrificio; donde la impunidad es rampante y muy pocos son castigados por ello. La ética pública lamentablemente se aprende desde la casa y con un estado que no solo la aúpa sino que la incentiva y la celebra, todos pagamos.