Columnista invitado
Estar enamorado es aferrarse a un estado en el que la racionalidad flaquea y uno está pleno y dispuesto a dar todo por el otro, incluso la vida. Es un estado de gracia. ¿Pero qué pasa cuando alguien se enamora de ideas, de un líder o un proyecto? Eso es ideologismo, enfermedad que degenera a los alicaídos gobiernos populistas y a sus seguidores.
Aunque los hechos, la racionalidad y los datos indican que administraron mal la abundancia, atentaron contra las libertades y abusaron de su poder, su amor por el proyecto, la causa, la luz revolucionaria o por el líder supremo, les impide sacudir la mente. Por eso se declaran sorprendidos o culpan a terceros cuando están siendo repudiados y el respetable pide cambios.
Como enamorados están, siguen adelante ciegos y sordos hasta colisionar con la realidad. Encuentran justificaciones para negarlo todo o para perder de vista valores que alguna vez tuvieron o dijeron tener, como la honestidad y la ética.
Le pasa a la presidenta argentina Cristina Fernández, quien ha demostrado una tremenda pequeñez humana al negar en hechos y símbolos una transición limpia y honesta a su sucesor Mauricio Macri. Le pasa a Nicolás Maduro de Venezuela, que aunque tiene frente a sí un repudio mayoritario, confirmado en las urnas, se niega a reconocer culpas y a rectificar.
También, les pasa a los oficialistas de la Asamblea de Ecuador, quienes enamorados de sus ideas y de su líder, desoyen lo que reclaman ciudadanos y aprueban con fanfarrias cuestionadas reformas.
Algunos observadores sostienen que en realidad estos legisladores son obsecuentes no por ideología sino por razones muy prácticas: quieren mantener sus privilegios. Ciertamente, hay mucho de eso, pero las actitudes y frases de varios de ellos indican que además están seriamente enamorados del líder y su proyecto.
El ideologismo es un lastre para la democracia. En ese esquema, la teoría, filosofía y creencias están definidas aún antes de los datos que aporta la realidad. Si hay algo de esa realidad que no entra en su esquema o incluso lo refuta, mejor lo reprimen, lo niegan o ignoran.
Por eso, no soportan al crítico, al disidente, al que sopesa las evidencias, al que duda y al que somete los actos de la política al ácido del cuestionamiento. Su aversión a la prensa independiente y su intolerancia provienen del ideologismo. Pero los enamorados de su ideología tienen fecha de caducidad, pues la realidad es mucho más rica, diversa y contundente que su estrecha mira.
Argentina y Venezuela muestran lo que puede pasar con gobiernos y seguidores que están convencidos de que su verdad es única y hasta moralmente superior.
Bienvenida la duda, el cuestionamiento, la libertad y la crítica, esa es la savia de una sociedad democrática.