Vivimos tiempos en los que no son los mejores quienes están en el juego de la política y en la vida de la democracia. Por cierto, en la democracia, no siempre será posible que impere la meritocracia. No es viable la selección de los mejores, eso que los griegos lo intentaron. Por el contrario, parecería que hay una enorme igualdad en el demérito y la excelencia de la insuficiencia y la mediocridad.
Sartori decía que «una democracia libre de valores es inconcebible, o es una democracia muerta». Bueno, nosotros vivimos lo inconcebible y la democracia se aloja en una obscura agonía.
No hay política que haga viable la democracia sin partidos políticos. Estas instituciones, con relevancia pública, no pertenecen al Estado, pero son financiados por él, y todavía, necesarias. Así lo registra la historia a partir de los mecanismos electivos y de representación, y la universalización del sufragio.
Cuando los sistemas de partidos pierden su sentido y sus representantes no disciernen, sino repiten el catálogo del caudillo o cumplen instrucciones de organizaciones delictivas, el Estado está perdido. Es cierto que uno de los roles claves de los partidos ha sido la intermediación, pero una sociedad cada vez más digitalizada prescinde de las mediaciones y la gente no necesita de intérpretes; a lo que se agrega, el descrédito de la representación y la enorme desconfianza de los ciudadanos. Lo que hoy llaman partidos, son cosas sin contenido y sin sentido que no sea el utilitarismo. No interpretan ni distinguen el bien general y las políticas públicas. No vertebran propuestas ni ideas. Son algo así como a la nada.
Resulta doloroso pero necesario admitir que muchas organizaciones, tan flojas y vacías, mediocres y podridas, cuyo rasgo común es el descrédito, sin virtud alguna que se divise, es el espejo en el que se refleja la sociedad que tenemos y en gran parte, de lo somos. Lo que llamamos democracia es la mayor dimensión de nuestra tragedia.