Los poderes ejecutivo y legislativo llevan un año en batalla permanente. El intercambio de insultos, acusaciones y amenazas entre los dos poderes no ha tenido tregua; a pesar de la gravedad de las denuncias, poco y mal ha llegado a la Fiscalía.
Todos los organismos políticos tomaron partido en el pleito, cambiaron mayorías, hubo funcionarios destituidos, cambiaron las decisiones adoptadas, arrastraron a los jueces en la contienda y todos han terminado perdiendo el respeto popular. Los políticos han puesto al país al borde del caos, han demostrado incapacidad para resolver los problemas de los ciudadanos y pueden desatar graves conflictos sociales.
Las circunstancias del país son gravísimas, algunas inéditas, como la violencia entronizada por los carteles del narcotráfico, otras son derivadas de viejos problemas no resueltos que han empeorado, como el desempleo, la corrupción, la migración, los desastres naturales. Si los políticos ignoran los problemas de los ciudadanos, ¿a quién acudir?
Todo en Ecuador depende de los políticos, lo demás es el vacío. ¿Dónde están las élites? Hay demasiado silencio y autoindulgencia. No solo las instituciones del Estado deben funcionar, también el entramado institucional de la sociedad. En otras circunstancias se han ofrecido como mediadores en los conflictos, pero esta vez no sería suficiente.
Las élites de la Iglesia, la academia, los gremios, los sindicatos, las fundaciones y los medios, debieran hacer escuchar su vos, dialogar entre ellas, a diferencia de los políticos, y llegar a consensos; sus decisiones también afectan la vida cotidiana de las personas.
Si las élites y sus instituciones pudieran establecer condiciones mínimas de conducta política, no como petición sino como exigencia de la sociedad civil a los poderes, al menos provocarían vergüenza en los políticos y alguna esperanza a los ciudadanos. Si las élites encubren con su silencio a los políticos, entonces nos obligarían a abandonar toda esperanza.