Cada víctima es como una puñalada en el corazón de la humanidad sensible. La tragedia de la escuela Sandy Hook clavó 26 puñaladas y su eco estremece. La nueva masacre, a cargo de un joven desquiciado que mató a su propia madre y se suicidó pero que se llevó al otro mundo consigo a 26 personas, de ellas 20 niños, solamente reedita la recurrencia de los actos criminales masivos que tienen por escenario no de modo exclusivo, pero sí preferente, a los Estados Unidos.
El perfil psicológico del asesino, su inestabilidad emocional y su acceso a armas letales darán mucho que hablar. Es toda una curiosidad que el joven era de aquellos que no toleraba que mataran animales para que vivan seres humanos. Era vegetariano de aquellos que no usan ni consumen productos de origen animal. Sin embargo, a la hora de disparar sus proyectiles lo hizo con una sangre fría que sorprende.
La masacre de Newtown, estado de Connecticut, revive otros episodios similares como los de Aurora, Tucson, Virginia Tech y Columbine. Sobre este último mencionado el cineasta Michael Moore hizo un documental tan retador como impactante que sacudió conciencias.
Pero la clase política no asimila ni sabe cómo reaccionar. Más allá del dolor sincero que a nombre de sus conciudadanos mostró el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, resta saber si se está en disposición de debatir el tema de la libre venta de armas, su tenencia y su uso.
Este es un viejo debate sobre las libertades públicas, sagradas según la Carta Constitucional, y el derecho de la sociedad a su protección y seguridad, y a la vida misma. No hay nada que lo explique ni lo justifique. El mundo reza por las víctimas inocentes.