La cifra de USD 90,3 millones pertenecientes al Estado -es decir, a todos- a causa de la corrupción puede ser corta.
El gran problema no solamente es establecer esa cifra con mayor precisión, sino gestar los mecanismos para que aquel dinero fraudulentamente conducido a bolsillos privados o a funcionarios públicos retorne a las arcas fiscales lo más pronto posible.
Los datos que acompañan una nota desplegada ayer por EL COMERCIO aluden a informes de la Procuraduría que se cerraron al año 2017 para algunos casos emblemáticos.
El dinero mal habido es apenas la punta de un inmenso iceberg, cuya profundidad y volumen es complicado de calcular. Las autoridades de justicia avanzan con pasmosa lentitud -son los tiempos de la justicia, nos han dicho muchas veces- y la velocidad que se imprimió en la apertura de causas en los primeros meses ha entrado en un marasmo preocupante.
Los dineros que arroja la acción corrupta se ven muchas veces en propiedades y estilo de vida de ex funcionarios; sin embargo cabe presumir que la mayor parte de esa riqueza nacional arrebatada no esta aquí.
Por eso hay que seguir su huella en paraísos fiscales, entrar en cuentas ocultas o cifradas y pedir soporte a la comunidad internacional. Hay que trazar la ruta del dinero sucio. Por ahora se aprobó una ley para seguir esas pistas y se piensa en una suerte de delación premiada. Hay que estudiar la mejor vía.