Paute, marzo de 1993. El cerro Tamuga, erosionado por la explotación de piedra, se viene abajo y tapona el punto en el que confluían los ríos Cuenca y Jadán. Cerca de 20 millones de metros cúbicos de tierra y piedra forman una represa natural de 800 metros de largo, 200 de ancho y 100 metros de profundidad.
El desfogue del agua arrasó con poblados, mató a decenas de personas, causó cientos de casas destruidas y decenas de kilómetros de vías inservibles. Fue una tragedia para Azuay y el país, que pudo evitarse.
Quito, diciembre del 2017. 150 000 metros cúbicos de tierra se deslizaron y taponaron 300 metros del canal de agua Pita-Puengasí. Cerca de 600 000 personas, ubicadas en unos 60 barrios, se quedaron sin agua durante cerca de tres días.
Durante varios días los sectores afectados fueron abastecidas de agua con tanqueros, en medio del malestar de los ciudadanos que exigían soluciones a las autoridades.
San Lorenzo, enero del 2018. Un atentado contra el comando policial ubicado en esa localidad de Esmeraldas, deja algo más de 20 heridos, decenas de casas destruidas o afectadas y, lo que es más grave, una sensación de miedo en todo el país.
Las autoridades hablan de exmiembros de las FARC colombianas como supuestos responsables. El hecho ya se investiga.
Los tres sucesos mencionados tienen un punto en común: dejan pensar que en Ecuador, por lo general, esperamos que ocurran las tragedias para reaccionar. Ha ocurrido en temas de salud, de movilidad, de ambiente, de seguridad nacional y un largo etcétera.
Luego de estos y otros hechos, las autoridades anuncian acciones y los ciudadanos exigen respuestas. Pero ¿qué tal si mejor no se toman acciones conjuntas entre los distintos actores de la sociedad ecuatoriana? En ciertos barrios, por ejemplo, ya existen iniciativas en temas de ambiente o salud.
No cabe seguir esperando que ocurran hechos lamentables para actuar o reaccionar. La clave, en todo, es planificar y prevenir.