Creo profundamente en el valor de la libertad. Y creo en ella por dos motivos: porque soy persona y porque soy creyente. Y por esas dos razones me indigna el modelo de sociedad “orwelliana” que promueve el señor Trump, candidato a la presidencia de los EE.UU. Un modelo que, si puede, exportará al resto del mundo.
El Papa lo dijo hace ya algún tiempo: es inaceptable como líder del mundo alguien que, en vez de construir puentes, levanta muros. Muros excluyentes que tienden a perpetuar la inequidad entre Norte y Sur, entre ricos y pobres, entre legales e ilegales. Como decía El Roto: “Poner fronteras donde antes no había, ¡qué gran proyecto de futuro!”. Y es que el señor Trump rezuma exclusión y racismo por los cuatro costados. Un racismo casposo y rancio, que excita los sentimientos más bajos de una sociedad encerrada en sus intereses y traumas nacionales. El miedo justifica fácilmente la injusticia, el silencio cómplice o, simplemente, el control de los ciudadanos.
A la luz de las palabras y actitudes de Trump, no es difícil imaginar al Gran Hermano acechando en el correo electrónico, en la señal del celular, en el cable del teléfono, en las cámaras de control esparcidas por calles y plazas. Más de uno soñará en hacer de los EE.UU. una sociedad de vigilancia, en la que negros, latinos e inmigrantes tendrán que esconder su rostro y a ocultar su identidad.
El poder es así de cruel, cuando no está al servicio del hombre, de su dignidad y del bien común. En el caso de la vigilancia ejercida por el Estado, sin controles judiciales y legales, no hay sólo una política de seguridad, sino un atentado permanente a las libertades personales y sociales. Lo que queda al descubierto es la gran industria de la vigilancia, un enorme negocio que beneficia a los de siempre, a los que están dispuestos a destruir la libertad con tal de ejercer el control y el poder.
Puede que mis palabras no le resulten a todos los Trump que circulan por el mundo lo suficientemente patrióticas, pero es que uno también tiene una cierta idea de la patria que quiere: no una patria encorsetada desde los intereses del poder, sino una patria libre, democrática, incluyente y solidaria, más allá de las palabras oficiales que, por repetitivas, suenan a hueco. Lo cierto es que una patria sin libertad, sin derechos humanos reconocidos, sin respeto a la disidencia, sin controles jurídicos y ciudadanos, nunca será una casa habitable en la que los ciudadanos puedan vivir en paz, sujetos y dueños de su propio destino.
Cuando el señor Trump habla, vienen a la memoria las políticas de “seguridad nacional” aplicadas en Latinoamérica hasta hace no mucho tiempo. El señor Trump no es ninguna garantía de libertad, de equidad, de respeto a los derechos humanos. Más bien es un motivo de temor y de desconfianza. ¿Qué podemos esperar los latinos de semejante personaje?