Dos temas ocupan la atención ciudadana en estos días: la red de sobornos montada para favorecer a Alianza País durante el gobierno anterior y la carrera contra el reloj para aprobar las reformas laborales y económicas que aseguren los próximos desembolsos del FMI.
En la audiencia de testimonio anticipado en la Corte Nacional de Justicia, Laura Terán, ex asistente de la Presidencia de la República, exhibió el esquema que se había montado para recibir hasta 2016 los ilegales aportes económicos de empresas a favor de Alianza País. Encabezan el cuadro trazado por Terán el presidente Rafael Correa y el vicepresidente Jorge Glas. Luego, aparecen dos grupos: el de los gestores y el de beneficiarios electorales. Entre los primeros, Terán mencionó los nombres de Glas, María de los Ángeles Duarte y Walter Solís. Esos funcionarios negociaban los aportes de las empresas para las campañas. Entre los segundos, señaló a Galo Mora, Ítalo Centanaro, Rommy Vallejo, Viviana Bonilla, Vinicio Alvarado y Doris Solís. Este grupo trabajaba con emisarios que recogían el dinero de la oficina de Pamela Martínez, asesora presidencial y jefa de Laura Terán. Los fondos se recaudaban en dinero contante y sonante por medio de cruce de facturas: un acto proselitista del movimiento político del gobierno era pagado por una de las empresas con las que contaba la red para las coimas. Todo lo anterior registra la prensa de ayer.
Ese esquema muestra cómo operaba el uso del poder en beneficio de un grupo y pone también en evidencia la desvergonzada práctica política y las consecuencias de la falta de mecanismos independientes de control por obra del modelo hiperpresidencialista bendecido por la Constitución de Montecristi: un populismo autoritario bajo la simulación democrática y, por la disparidad del financiamiento, de tramposos triunfos electorales.
El deplorable episodio de corrupción plantea, como reto de reforma política, la necesidad de repensar el sistema de financiamiento de los partidos y movimientos políticos y los sistemas de control del gasto electoral.
Mientras este escándalo atrapa la atención de los sectores ciudadanos, se acrecienta las incertidumbre sobre la viabilidad de las modificaciones laborales y económicas para mantener los desembolsos del FMI: los partidos políticos no quieren asumir los costos de esas reformas cuando sus ojos se hallan puestos en los próximos comicios presidenciales.
¿Subir unos impuestos, dar de baja otros, revisar el precio de la gasolina extra y el diesel? Nadie quiere tomar alguna de esas decisiones. Pero nadie tampoco señala un camino alternativo para pagar el derroche por el manejo irresponsable de la economía en la década correísta. La incertidumbre se acrecienta porque la herencia del actual gobierno puede trasladarse, agravada, al próximo: no dejar la mesa servida.