El caos es un estado casi connatural al ser humano. Se lo explica sin esfuerzos. Cada individuo tiene sus propios intereses, y cuando estamos todos en un ring cerrado -como lo es un país- hay la posibilidad de un conflicto atomizado. Entonces nos acercamos a un escenario no muy lejano al Estado de Naturaleza descrito por Hobbes, cada uno luchando por su propio pellejo y consecuentemente el hombre es un lobo para el hombre.
Para evitar este estado nos dotamos de instituciones y leyes, de partidos políticos (que sirvan de embudo de los intereses para canalizar e instrumentalizar los conflictos sociales naturales), de parlamentos, etc., etc., etc.. Pero claro, los anteriores gobiernos se dedicaron a desmantelar este sistema mínimo. Entonces el Ecuador que yo veo, el de ahora, el de hoy, es uno peor al de una guerra civil. Un conflicto de este tipo requeriría bandos, y no veo con claridad la unificación de bandos en nuestra actualidad. Para mi el Ecuador es el de una guerra civil atomizada, con 17 millones de bandos oponiéndose.
Justamente la superación de este estado reside en el diálogo. De ninguna manera es la solución total, pero es el primer paso para salir del fondo tan hondo en el que nos encontramos. Y para ello hay un sinfín de entidades neutrales dispuestas a mediar, a convocar, a preparar el espacio propicio, a acercar posiciones. La Conferencia Episcopal, las Naciones Unidas, y hay un enorme número de entidades locales que podrían ser los mediadores.
Y, ¿por qué misil? Pues porque los llamados al diálogo pueden ser un quiño en el hígado para las iniciativas puramente desestabilizadoras o las políticas públicas autoritarias. Ponen en evidencia a quien busque el conflicto como un fin en sí mismo. El que no se sienta a conversar, ya se sabe cuáles son sus intenciones. Entonces la ciudadanía tiene que estar atenta, quien acepta el diálogo y quién no. Claramente quien no lo acepte, no es un líder positivo.