Las personas tenemos derecho a migrar e irnos con la música a otra parte, aunque hoy, la mayoría de los que migran en patera o en cayuco y desembarcan en las costas de Europa, lo hagan sin música, solo con una miserable pantaloneta. Todos tenemos derecho a buscar un futuro mejor para nosotros y para nuestras familias, sobre todo cuando lo que está en juego es la sobrevivencia y la dignidad de la persona. Por otro lado, a nadie se le esconde que el mundo se hizo a base de grandes migraciones. No hablo de los infinitos bárbaros que saltaron las murallas del Imperio y jubilaron a los césares romanos, sino de las innumerables oleadas de españoles, chinos, indios, italianos, irlandeses y compañía que, incluidos los señores Trump, hoy se pasean por Estados Unidos, por América Latina y el resto del mundo.
De acuerdo en que la movilidad humana tiene que ser regulada. Legalizarla forma parte del derecho a migrar. Algo que ocurre con los jóvenes hijos de nuestra burguesía, que estudian fuera y allí de quedan si encuentran trabajo, y con los hijos de los pobres, dispuestos a besar la tierra prometida y a comer las migajas que caen del mantel de los satisfechos. Si, además del hambre, logran librarse de la violencia, de la guerra o de un futuro sin esperanza, estarían más que dispuestos a sufrir penalidades y a arriesgar sus vidas.
En el futuro tendremos que contar con ellos. Y mejor será que, cuanto antes, sepamos reconocer su trabajo, capacidad de sacrificio, juventud y deseo de vivir con dignidad. Si somos capaces de ofrecerles acogida y protección, descubriremos en ellos un enorme potencial.
No seré yo quien discuta ese derecho. Pero, dicho lo dicho, creo que hay un derecho aún más fundamental: y es el derecho a no migrar, a vivir feliz y con dignidad en el propio país, en la propia cultura y con la propia familia. De ello deberían de tomar nota todos los iluminados, revolucionarios de pacotilla, que lanzaron a las tinieblas exteriores, sin justicia ni compasión, a millones de sufridos compatriotas.