¿Puede considerarse democrático un sistema en que un gobernante recibe facultades legislativas extraordinarias de parte de una mayoría parlamentaria que está en vísperas de irse a su casa, en un abierto desplante a la reciente decisión del pueblo que en las urnas le negó esa mayoría calificada para seguir actuando a sus anchas? No es la primera vez que no se respeta la voluntad popular. Hace pocos años, cuando el pueblo venezolano fue convocado para pronunciarse sobre la pretensión del coronel golpista de quedarse indefinidamente en el poder, este le negó esa posibilidad. Sin embargo poco importaron esos resultados, cuando con su dócil asamblea consiguió elaborar una reforma constitucional que contradijo la expresión popular. En esta ocasión el órgano legislativo, que tendrá una composición diferente al que le precede, emerge disminuido porque otra función del Estado le ha usurpado facultades en forma tramposa. No se puede llamar democrático un régimen que burla la voluntad expresa de las mayorías, aún cuando sus defensores busquen afanosamente la manera de justificar semejante atropello. La conclusión es simple, en Venezuela existe un estado de hecho con el ropaje formal de la democracia, que en la realidad solo responde a la voluntad omnímoda del coronel que ya una vez atentó contra ella cuando se alzó en armas.
No llama la atención este proceso que saca a relucir las inexistentes credenciales democráticas de quién, a estas alturas de los tiempos, esgrime teorías políticas bastante añejadas en los manuales estalinistas. De lo que verdaderamente se trata es de retener el poder a toda costa y no compartirlo con nadie, salvo con la cerrada y exclusiva camarilla incondicional y por ende favorecida del esquema totalitario. En eso asesores y maestros de la más larga dictadura del continente han sido ampliamente eficientes, tanto que en su isla han logrado lo que parecería imposible: doblegar a su voluntad a un pueblo, sometiéndole a condiciones casi de mera sobrevivencia.
¿Es este el modelo que puede servir de ejemplo para otros países de la región? ¿Se puede llamar “de avanzada” o “progresista” a un régimen que desconoce el pronunciamiento del pueblo en las urnas y que restringe a sus ciudadanos el derecho a la libre expresión? ¿No es esta más bien una reproducción de esos regímenes absolutos que en la historia del continente, con otro signo pero de igual manera, reprimían y asediaban a detractores que los desafiaban ? ¿En esencia, no es acaso otro proyecto totalitario similar a aquellos en cuya contra se elevaron voces de protesta de la intelectualidad latinoamericana, porque consideraban que conculcaban libertades? ¿Dónde está ahora su opinión? Lo visible: la doble moral no es solo de políticos, sino de aquellos que en determinado tiempo pretendieron alzarse con lecciones de moralidad, que resultaron de simple conveniencia.