Si en algo está de acuerdo una parte importante de la población es en la antipatía, cuando no en el odio visceral, al “Imperio”. Nos “une” el sentimiento antiamericano, la fobia a todo lo que sea o pueda ser gringo, y por extensión, europeo. La izquierda continental, sus partidos e ideólogos, sus “progresistas” y sus guerrillas, son la versión teórica y la propuesta política inspirada ese enorme e histórico desencuentro. Sus tesis no han cambiado desde los días de “las venas abiertas de América Latina”. Al parecer, el mundo se inmovilizó en los años setenta, cuando intelectuales huérfanos de ideas propias y revolucionarios de cafetín, descubrieron en ese texto de Galeano la razón de ser de sus vidas.
Desde entonces, y aun antes, vivimos sin resolver la esencial paradoja que nos atormenta. Vivimos sin responder a las interrogantes que plantean la fobia y el acomodo, la máscara y el disfraz. Hay muchos “por qué” que levantan las conductas frente el Imperio.
¿Por qué los emigrantes se van a las tierras diabólicas del Imperio, y no a Venezuela, Irán o Cuba? ¿Por qué los universitarios, muchos de ellos revolucionarios confesos, desesperan por obtener doctorados o maestrías en las universidades del Imperio? ¿Por qué quienes apedrean embajadas visten jeans, calzan “converse”, comen hamburguesas y beben coca cola? ¿Por qué es signo de distinción de todos ellos hablar en inglés, aunque sea con acento insoportable? ¿Por qué usamos el dólar como moneda nacional? ¿Por qué tantos “alternativos radicales”, que son la versión más pintoresca del antiimperialismo, adoptan modas gringas, imitan sus costumbres y, al mismo tiempo, denigran de Norteamérica? En fin, ¿por qué no somos coherentes con nuestras fobias? ¿Por qué no sinceramos nuestras conductas, en lo político en lo social y en todo lo demás? ¿Por qué no ponemos en orden los discursos y no los ajustamos a los hechos; por qué no somos consecuentes con nuestros sentires y con los prejuicios que nos guían?
La lógica del antiimperialismo ha sido útil, además, para tergiversar la historia y poner en boca de los próceres -muchos de ellos marqueses y terratenientes- proclamas de la izquierda infantil del siglo XXI, y para hacer de la literatura folletín, y de la pintura, propaganda política barata. Ese prejuicio ha servido para que perdamos de vista el pasado y reduzcamos el futuro a un mitin político, donde zanqueros y enmascarados seguirán entonando los versos del resentimiento, a ritmo del aplauso de algunos que, tan pronto concluya la fiesta, irán presurosos a tramitar la visa.
Mientras el país no supere esas hipocresías, mientras la clase media siga alimentándose de antiimperialismo y viviendo, al mismo tiempo, con rigurosa adhesión al “american way of life”, y en tanto no tengamos la valentía de enfrentar a nuestros fantasmas e inconsecuencias, no seremos nación. No, no seremos nación.