Las personas que visitan nuestro país normalmente se admiran por dos cosas: por la belleza y diversidad de los paisajes, y por la amabilidad extrema de los ecuatorianos. La primera es una realidad que no admite mayores comentarios. Sin embargo, sobre la afabilidad y cortesía, los propios visitantes notan que tales características tienen una cara distinta cuando los ecuatorianos nos ponemos frente al volante de un vehículo. Entonces aquellos que nos admiran y se sienten tan cómodos entre nosotros, son testigos de un cambio radical que nos convierte de forma súbita en el señor Hyde de nuestro doctor Jekyll.
Y es que por alguna razón desconocida, los ecuatorianos sufrimos de un trastorno psíquico que nos transforma en verdaderos salvajes cuando conducimos un vehículo. De ahí que, por ejemplo, jamás nos detengamos delante de un paso cebra para permitir que un peatón cruce la calle. Por el contrario, este señor Hyde que llevamos dentro nos impulsará a clavar el pito en el oído del peatón o, si somos más avezados, a lanzarle el carro para al menos darle un buen susto y que no vuelva a intentar cruzar cuando un vehículo se acerca.
Otro de los clásicos ejemplos del afloramiento de Hyde mientras manejamos se da cuando otro vehículo pretende adelantarnos, y no importa si el conductor ha sido precavido y ha puesto la direccional o si no lo ha hecho, el tema es que a nosotros nos vuelve locos que alguien se nos coloque por delante. En ese evento también funciona el bocinazo, cuya duración será directamente proporcional a la distancia que manteníamos con el vehículo que nos rebasó. Eso sí, a más corta distancia, menor prolongación del pito, pero se acompañará el incidente con una gruesa descarga de insultos verbales o corporales.
Un tema recurrente que, aunque con razón nos hace delirar hasta desencajarnos (pero no por eso nos libra del calificativo de energúmenos al volante), se produce por aquella manía de una buena parte de vehículos de rodar en las carreteras tan cómodos y tranquilos por el lado izquierdo.
Y entonces nuestro otro yo, que intentará rebasar según los cánones legales del país, se entregará por entero a pitar y hacer señas inconfesables al sonriente conductor que, casi siempre, ignorará el motivo del escándalo.
Y podríamos seguir con varios ejemplos que nos delatan, como el fragmento de segundo en que el semáforo va a cambiar a verde y una sarta de impacientes nos apuran a bocinazos, o aquella costumbre tan criolla de acelerar a fondo cuando se pone el color amarillo de prevención, o el siempre calamitoso bloqueo intencional de intersecciones cuando hay demasiado tráfico y queremos pasar primeros.
En fin, el caso es que la cortesía ecuatoriana, tan sana y reconocida, al parecer se esfuma cuando empuñamos el volante.