El coraje y la franqueza, tanto tiempo ocultos detrás de silencios cómplices, de temores vergonzantes y de cálculos políticos; tanto tiempo entreverados y confundidos con discursos cínicos y negaciones torpes, parece que ahora reviven, porque la violencia nos puso frente a la realidad, porque lo inaudito nos obligó a desenterrar el espejo y a mirarnos, a reconocernos y a admitir que tenemos un Estado sin instituciones, sin más legalidad que la que le conviene al poder, y que estamos sumergidos en una sociedad que se ha hartado de cosas y ha renunciado a los valores que hacen posible la dignidad, el respeto, la confianza.
El país, aquello que llamábamos el país, eso que alguna vez convocó a la unidad y al sentido de pertenencia, es ahora una palabra, un cascarón vacío. El Estado nos quitó el país.
El populismo, la politiquería y la propagada, le dejaron vacío, lleno solo de escándalos, de dudas, de malas noticias, de evidencias que nos empeñamos en negar, de carcajadas de los abusivos, de órdenes de los gendarmes tardíos.
Quedan el coraje y la franqueza, esas virtudes que no lograron sofocar con la censura, que no pudieron abolir con el insulto. Queda el derecho a sentir dolor por los muertos. Queda el derecho a marchar por la paz y comprometernos en la solidaridad y en el empeño de restaurar la dignidad, de reconocer la valentía de reporteros y soldados, el derecho a exigir transparencia del poder. El derecho a refundar la república y sus instituciones.
El coraje, la franqueza y el derecho a ser, de verdad, ciudadanos hicieron marchar a tanta gente y llenaron las calles con el clamor por restaurar la paz.
Las marchas fueron un plebiscito por la seguridad, por la memoria, por la dignidad. Y fueron la afirmación de que la indignación tiene más fuerza que la violencia, y que puede unir como no pueden hacerlo ni el poder ni el electoralismo.
La indignación y el coraje son las reservas morales de una sociedad civil que empieza a renacer y a despertar a la verdad, después de la larga época de circo y coliseo.
La gente quiere paz. Esa es, por ahora y durante largo tiempo, la primera tarea del gobierno. Y es el principal reto de la Asamblea y de los jueces, de la policía y del ejército, que tienen ahora la oportunidad de restaurar su credibilidad, de dotarnos de razones, de creencias, de testimonios, para que tengamos país, entendido como casa, como escuela, como camino, como vecindario.
La gente, cada persona, quiere paz. Quiere que le dejen trabajar y vivir en libertad, tener su familia y enterrar sus muertos. Crecer, disfrutar, pensar.
Quiere apretar una mano sin miedo, dejar su casa sin angustia. Quiere confiar en el vecino, en el extranjero, en el Estado. Todo lo demás ahora es secundario.
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