Columnista invitado
Dentro de las “novedades” que incorporó a nuestra maltrecha institucionalidad la Constitución de 2008 están la creación, aparte de las tres clásicas (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), de dos funciones adicionales: la Electoral y la de Transparencia y Control Social. Esta última está integrada por la Contraloría, la Defensoría del Pueblo, las Superintendencias y el originalísimo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), y, entre las tareas que le han sido otorgadas, tiene la del combate a la corrupción.
El CPCCS, además de ser la entidad que nombra a los funcionarios de los órganos que integran la Función de Transparencia y Control Social – quitándole la facultad nominadora al Legislativo-, tiene entre sus facultades más importantes las de la lucha contra la corrupción y la búsqueda de transparencia en la contratación pública, debiendo proteger incluso a quienes denuncien actos de corrupción (lo que, por cierto, no hizo en el caso de los miembros de Comisión Anticorrupción recientemente sentenciados).
El antecedente de esta figura es la Comisión de Control Cívico de la Corrupción que se creó por Decreto Ejecutivo en 1997 y que luego adquirió rango constitucional en la carta política de 1998 con el nombre de Comisión Anticorrupción, quedando facultada para receptar denuncias, investigarlas y pedir sanciones para los involucrados.
Se ve entonces cómo, desde hace dos décadas -al menos- no ha bastado la labor de fiscalización que debe llevar a cabo el Legislativo y la Contraloría, sino que ha sido necesaria una nueva entidad para el control de la corrupción, que luego sería agregada a la institucionalidad nacional, incluso transformándose en una nueva función estatal. Sin embargo, a pesar de esto, la corrupción sigue campeando, y los casos de Petroecuador y Odebrecht son apenas una muestra.
El problema no es que se necesitan más instituciones a fin de controlar la corrupción y la transparencia, sino que las existentes funcionen bien. En un país con institucionalidad fuerte las labores de fiscalización del legislativo y de la Contraloría bastarían, pero en el Ecuador, evidentemente, no ha sido suficiente. Ahora el presidente Moreno pretende crear una nueva Comisión Anticorrupción, lo que sólo es una demostración más del fracaso de la fiscalización en los últimos diez años, y con la grotesca novedad de que miembros de la misma sean funcionarios públicos del gobierno que pretenden fiscalizar. ¿Así no funciona ya el CPCCS?
No, presidente Moreno, la creación de más comisiones no es la solución, sino el fortalecimiento de los organismos existentes, respetando su independencia y velando que sean conformadas por funcionarios probos y no impuestos por el gobierno de turno o peor aún, por el saliente. Nada más.