Pregunto cuál porque llevamos 500 años viviendo sucesivas fiebres del oro; lo único que va cambiando es el color del producto. Del mito de El Dorado que volviera locos a los españoles pasamos, a fines del siglo XIX, al esplendor de la pepa de oro que enriqueció a los gran cacao hasta que llegó una crisis de sobreproducción y la escoba de la bruja arrasó las plantaciones ribereñas.
A continuación llegó la breve fiebre del oro verde, o banano si prefieren. Y ésta fue sustituida por la fiebre del oro negro que, con altos y bajos, todavía nos dura, acompañada, claro está, por la fiebre del oro blanco, o Diosa Blanca si prefieren, cuyas avionetas despegan de la explanada de la Refinería del Pacífico. Elocuente simbiosis del narco con la más vistosa huella de la corrupción correísta. Porque hubo también la fiebre por el poder, por el oro del poder y las coimas que volvieron locos de codicia a los revolucionarios.
Sin embargo, la fiebre más persistente apunta a ese metal dúctil y dorado que reflejaba el rostro de los dioses y pasó a engalanar los templos católicos y desató la Gold Rush en California en 1848, cuando se descubrió oro en el próspero rancho del general Sutter. Quizá la mas bella parábola de la maldición del metal sea ‘El oro’ de Blaise Cendrars, biografía novelada de Sutter, a quien arruinaron los buscadores de oro y terminó desquiciado.
Acá, Zaruma y Portovelo constituyeron el enclave minero más importante desde tiempos de la Colonia. El auge de hace un siglo, cuando la producción estaba en manos de la South American Development Company, se expresó en la hermosa arquitectura de Zaruma, en el whisky de los gringos y en la huelga legendaria de los años 30. La compañía se marchó pero la minería artesanal continuó socavando literalmente los cimientos de la ciudad. Recuerdo que los tacos de dinamita hacían temblar las tazas del café que bebíamos en la calle principal, donde hoy la tierra se hunde a pedazos.
El epicentro de la nueva calentura fue Nambija, a donde llegué vadeando ríos y trepando por senderos rojizos y lodosos. Con casuchas de madera y zinc levantadas a la maldita sea al borde del abismo, con cantinas de aventureros, mineros, buscadores de fortuna y mujeres de alquiler, era la imagen misma del tesón, la desgracia, la codicia y la destrucción de la naturaleza oriental.
Ahora desafían a la ley las mafias mineras de Buenos Aires y cobra injusta fama el bucólico pueblito agrícola de Monte Olivo, edificado por colonos carchenses en un peñasco espectacular sobre dos ríos. Por pura casualidad volví a visitarlo en febrero sin saber que se convertiría súbitamente en nuevo foco de la vieja fiebre. Pero todo esto son naderías al lado de los gigantescos proyectos a cielo abierto que van a sacarnos, ahora sí para siempre, de la pobreza.