El domingo pasado en este diario se publicó una interesante entrevista a Oscar Vela sobre la impunidad. A la pregunta “¿Has salido impune alguna vez? responde con honestidad brutal: “Por supuesto; como todos”. “Creo que (la impunidad) ya es parte de nuestra esencia en una sociedad en la que estamos acostumbrados a no pagar por nuestras faltas. A no responder, a no ser penados. No somos responsables”, agrega.
La entrevista me recordó el documental “(Dis) Honesty. The truth about lies” (disponible en Netflix), en el que se expone el trabajo del economista conductual Dan Ariely sobre por qué los seres humanos engañamos.
Para empezar, dice Ariely, todos nos auto engañamos en mayor o menor medida. Creemos que no vamos a tener accidentes de tránsito o que nunca nos vamos a enfermar de cáncer, por ejemplo. Ahora, generalmente, estos auto engaños no traen más consecuencia que abrirnos los ojos a nuestra fragilidad cuando nos pasa.
Pero también solemos engañar a otros sin llegar a considerarnos malas personas. Hacernos negar cuando llaman de la tarjeta de crédito o “adornar” nuestras hojas de vida para mejorar nuestras opciones de conseguir trabajo son apenas unos ejemplos. Lo que encuentra Ariely con sus experimentos es que el 80% de la población, sin diferencia cultural alguna, tiene una tendencia a mentir y a beneficiarse de esa mentira. Escalofriante ¿verdad?
Cabe preguntarse entonces ¿qué evita que mintamos? De acuerdo con Ariely, es el conflicto moral. En esencia, dice Ariely, “engañamos hasta el nivel que nos permite conservar nuestra imagen de individuos razonablemente honestos”.
El problema es que el conflicto moral tiende a disiparse cuando descubrimos que “todos lo hacen”, y una vez que mentimos, es más fácil que volvamos a hacerlo porque nuestro cerebro se adapta a esos nuevos parámetros morales. Así, aceptar un pequeño soborno puede luego desencadenar una enorme cadena de corrupción. El engaño es como una infección contagiosa, dice Ariely.
“Transmitida de una persona a otra, la deshonestidad tiene un efecto lento, furtivo, socialmente corrosivo. Mientras el ‘virus’ muta y se propaga de una persona a otra, se desarrolla un nuevo código de conducta, menos ético” sostiene Ariely.
¿Soluciones? Una educación fuerte en valores y cultura cívica, acompañada de un marco jurídico estricto y sólido, en el que no se perdonen delitos por más leves que sean, y en el que los políticos, funcionarios públicos y directivos de empresas, como ejemplos a seguir, tengan estándares aún más severos de comportamiento.
De esa forma se podría evitar tener una sociedad como la descrita por Oscar Vela, en la que se tilda de bobo a quien respeta las reglas, en la que los corruptos son procesados por delitos menores o vuelven cuando sus penas han prescrito a disfrutar lo mal habido.
Columnista invitado