Más allá de ideologías o intereses económicos, Ucrania se ha convertido en un grito de libertad. Invadir un país soberano y someterlo a los propios intereses imperialistas es una visión parcial del problema. Puede que a medio plazo, cuando las emociones se calmen, Europa siga comprando el gas a Rusia y el realismo político y económico borre de la memoria tanta crueldad y desatino. Lo más grave es el desafío ético y el ninguneo del derecho internacional. El precio que se paga es gravísimo y se condensa en la muerte de gente joven que, sometidos al indoctrinamiento del discurso único, ni siquiera entienden por qué tienen que morir. Así pasa en todas las guerras y en todo el mundo. Los hijos de Hitler, Stalin y Putin abundan en el planeta.
¿Será Ucrania el último eslabón de la cadena? Es evidente que el zar Putin desea crear en sus fronteras con Europa una tierra de nadie más que de Rusia, desmilitarizada, ajena a la OTAN, dócil y manejable, una especie de muro de Berlín a lo bestia. Para lograrlo, todo vale. Veinticuatro horas antes de la invasión Putin repetía hasta la saciedad que Rusia no invadiría Ucrania y recomendaba a EE.UU. y a la UE que se tomaran un Valium y no se dejaran llevar por la histeria. La mentira forma parte del paisaje cuando el lobo se disfraza de cordero. ¡Pobre caperucita!
¿Qué hará el llamado mundo libre? Difícil de saber cuando hay mucho que perder y las drásticas medidas económicas pueden volverse contra todos. Resulta curioso que inmediatamente después del susto las bolsas subieran en todo el mundo.
Mientras tanto, ahí están los muertos (los muertos de miedo y los muertos de bala), los heridos, los desplazados, los refugiados, el pueblo humilde abandonado a su suerte. Dios quiera que tengamos suficiente voluntad política e imaginación como para paliar el sufrimiento de los pequeños.
Seguimos construyendo la historia hacia atrás, repitiendo los errores. Lo cierto es que solo cuando el poder del amor supere el amor al poder el mundo conocerá la paz.