Vivimos días grises. Lúgubres, se diría. El manto de ceniza oscura que cubrió el cielo de Riobamba y las cascadas de agua y derrumbes por doquier, ciudades y campos anegados, nos muestran un panorama sombrío.
Es el clima, la topografía, el milagro y la condena de vivir en tierra de volcanes activos. El dolor que deja el incremento de las cifras de violencia intrafamiliar, violaciones y feminicidio, a propósito de la conmemoración del Día de la Mujer.
Semana tras semana las noticias nos vienen golpeando. La revelación tardía pero contundente d e los datos de pobreza extrema y el crecimiento del desempleo son solo la constatación numérica, estadística, del drama que viven millones de ecuatorianos todos los días, agravado por la peste.
La esperanza de que todo acabe pronto que guardábamos hace un año, cuando apareció la expansión planetaria de la pandemia nos refiere a la fe sin razón.
La noticia nos mostraba los cuerpos que se desvanecían en las calles, las sacas de plástico que contenían cadáveres. Los insepultos y aquellos cuyos familiares todavía no saben bien a que tumba fueron a parar. La noticia no deja de golpear nuestro ánimo personal y colectivo. A esta hora sumamos amistades, personas conocidas que nos dejaron y cuya sonrisa se guarda como huella perenne de su prematuro adiós.
Mientras las vacunas no llegan en tiempo y número suficiente, sobreviene el desempleo, los recortes salariales, la quiebra de empresas. Muchas se levantan con esfuerzo, inversión y paciencia, otras, ya no volverán. Tras las cortinas metálicas quedan miles de puestos de trabajo vacantes.
La mascarilla no alcanza para contener al potente virus. El relajamiento de costumbres gana y la impaciencia siembra el escepticismo. Los negocios de hoteles y comidas aguardan. Hay millones en bancarrota y personas que van perdiendo la fe, reinventándose en chauchas y trabajos temporales para los que no están preparados. Miles, con títulos de cuarto nivel.
No llegó la vacuna y vino el invierno. A quienes algo hemos vivido la imagen del deslave de Chunchi nos llevó a recordar otro, gigante, hace 40 años. Las inundaciones en Guayaquil, en las provincias de Manabí y Los Ríos y otras, recrean aquellos fenómenos de El Niño de 1982 y los 90.
Riobamba inundada, con calles como quebradas caudalosas, ahora tapada por la ceniza; otra faz lacerante de la pérdida de bienes y cierre de empresas y actividades. La erupción del Sangay cunde varias ciudades y campos. Las pasturas se tornan grises e incomibles y el ganado enferma y la siembra de malogra. Más mascarillas. Hoy el Sangay, antes el Tungurahua, hace unos años la amenaza del Cotopaxi y el recuerdo del Pichincha y Reventador.
Y esto solo puede ser la admonición: ‘el pálido reflejo de lo que vendrá’. Otro tiempo de vacas flacas amenaza o acaso media centuria de sombras. Ojalá salga el sol e ilumine nuestro camino, estamos a tiempo de levantarnos de entre las aguas y las cenizas.