Un cuento corto y perfecto de ese aventurero que fue Jack London narra las horas finales de un indígena de las tierras heladas del Yukón a quien su tribu de nómadas abandona, como es la costumbre, pues ya no puede seguirles. Mientras dura el fuego que mantiene apartados a los lobos, el anciano rememora su juventud y cómo él también dejó atrás a su padre. Y cuando se extingue la hoguera y lo rodean las fieras, piensa que, en definitiva, no importa. ¿No era esta la ley de la vida?
He recordado este cuento porque, luego de tanta frivolidad, la pandemia nos obliga día tras día a pensar sobre la muerte, tema que es el punto de partida de todas las religiones y las filosofías, del arte y la literatura y, si me apuran un poco, del amor y la comida que son sus mejores antídotos. Eros y Tánatos. O bebamos y comamos que mañana moriremos, como decían los gladiadores romanos.
Sin embargo, la forma como enfrentamos la muerte, con dignidad o pavor, retobados o arrepentidos, es un hecho cultural, depende de cada sociedad (y de cada individuo, claro está). Por ejemplo, los mexicanos cantan que la vida no vale nada y Finados es un día de fiesta en el que los niños comen calaveras de dulce.
Es paradójico: al tiempo que Harari afirma que vamos camino de conquistar la inmortalidad, a pasar de Homo sapiens a Homo deus, un virus ridículo pone al planeta de rodillas, evidenciando la fragilidad de la especie. Las dos cosas son ciertas pues llegará el día en que la manipulación genética nos hará casi invulnerables; entretanto, seguiremos muriendo con angustia ante un enigma creado por nosotros mismos, por ese temor natural a dejar de ser.
Ya lo dijo Savater: si fuéramos inmortales no necesitaríamos dioses ni cielos prometidos. Como no lo somos, para aplacar el miedo se han creado las fantasías más increíbles y cada imperio ha impuesto a sangre y fuego su versión de la vida eterna. Sin embargo, esta pandemia ha reivindicado el valor de la razón y la ciencia frente a los charlatanes de la política y la sanación.
Al mismo tiempo, percibo entre mis contemporáneos una sensación de melancolía ante un mundo que está desapareciendo con el virus y el calentamiento global. Y ‘Melancolía’ justamente se llama la película del director danés Lars von Trier, cuyo tema de fondo es la destrucción de la Tierra por el choque con otro planeta. Su cámara sigue las últimas horas de una familia burguesa que se ha reunido para una boda en una mansión de campo. Con técnicas distintas, el danés opone los puntos de vista y los conflictos de dos hermanas: la una que sufre y se aterra; la otra, la novia, la guapa, que acepta el final con la misma dignidad del indio de los lobos.
La melancolía surge porque, en la inmensidad del universo, la disolución de la Tierra con sus dioses y demonios no tiene la menor importancia.