El Ecuador vive en la actualidad uno de los momentos más graves de su historia, no solo por la angustiosa situación económica en la que se encuentran el Estado, los ciudadanos y el sector empresarial, sino también y de manera especial por la degradación de una sociedad cuyo día a día transcurre entre escándalos de corrupción, irrespeto a la ley y a la autoridad, acusaciones, desconfianza en las instituciones, inseguridad y desesperanza de la gente ante el futuro.
Hemos entrado ya en el segundo semestre de este 2020 que ha resultado fatal para el país por las circunstancias que son comunes a casi todo el mundo, pero que resultan devastadoras en economías deprimidas como la nuestra. Hemos empezado además el último año del período constitucional de un gobierno que surgía hace tres años como una secuela del correísmo, y que, de forma sorpresiva, para beneficio de la democracia, se convirtió en el verdugo de esa estructura dictatorial que estuvo en el poder durante diez años.
Sin duda el desgaste del actual Gobierno ha sido enorme. A los intentos desestabilizadores de varios sectores políticos a los que no les conviene ni les interesa la democracia y la separación de poderes, se le han sumado también los casos de corrupción que surgen a borbotones cada día. La ciudadanía, con toda razón, se escandaliza y se indigna por la podredumbre galopante en que nos encontramos, pero debemos recordar que hoy sale a luz la corrupción porque volvimos a ser un estado de derecho en el que los medios de comunicación y las personas en general pueden investigar y denunciar esos casos, algo que hace tres años y más resultaba temerario o decididamente suicida.
Recordemos también que hoy, aunque aún se arrastren defectos, vicios, vivezas, ineficacias e irregularidades, y aunque todavía aparezcan de vez en cuando ciertas manzanas podridas, tenemos un sistema judicial independiente de los demás poderes del Estado, y, sobre todo, tenemos una fiscal que actúa con decisión, capacidad y valentía dentro de sus competencias y del marco legal y constitucional, sin injerencia ni presiones políticas como sucedía en el gobierno anterior.
En todo caso, a pesar de que el 2020 apenas se encuentra en su séptimo mes, el calendario político alterará nuestras vidas durante las próximas semanas. Nos preocuparemos ya no solo de la supervivencia en medio de esta tempestuosa crisis, sino también de la inscripción de candidaturas, de los partidos y movimientos fantasmas, de los prontuariados y convictos que aspiran a ser candidatos para sacarse de encima sus juicios y sus sentencias, y, por supuesto, del nuevo proceso electoral que resultará decisivo para el destino del país.
Si elegimos un gobierno serio, ordenado y responsable, tendremos cuatro años más para consolidar la democracia, fortalecer la institucionalidad y regenerar la confianza perdida, pero si lo que se nos viene es otro tirano con ínfulas de soberano, será un borra y va de nuevo, una vez más…