Hay quienes creen que el siglo XX fue en nuestra historia el de la lenta y accidentada construcción de una democracia, pero quizá sea más preciso decir que fue el siglo de la masificación de la política, que no es lo mismo. Aquello de la democracia fue solamente un disfraz que redujo todo un sistema de gobierno a la repetición más o menos periódica del ritual del sufragio.
Creo que fue Velasco Ibarra, en 1934, el primer político que realizó una campaña electoral recorriendo el país de punta a punta, sin arredrarse ante la necesidad de montar una mula cuando no había otro medio de llegar a los más apartados rincones. Antes de él, todo se resolvía entre las cuatro paredes de los salones elegantes, donde se hacía valer el peso de la influencia o el dinero; después, ya nadie pudo abstenerse del recorrido ritual, y la plaza pública, que antes fue el escenario exclusivo de las celebraciones religiosas, las fiestas populares o las corridas de toros, se convirtió en el lugar “natural” de la política.
Se trataba de una apariencia, claro está, porque las decisiones importantes no las tomaban los votantes, sino los caballeros que nunca abandonaron los salones elegantes; pero era una apariencia imprescindible bajo el imperio de una cultura que hizo del simulacro su marca distintiva. La quiteña plaza de San Francisco, cuya estructura barroca es la de un teatro perfecto, con su escenario, su platea y sus palcos, fue entonces la medida del éxito o fracaso de cualquier aspirante a la silla de Alfaro.
Esa modalidad teatral de la lucha política, cuyo origen quizá no es ajeno al nacimiento del comunismo y el fascismo en Europa, ha tenido también sus etapas, como todas las cosas. Si el pretil de antaño alimentó en la masa la identificación del caudillo con un salvador, el desarrollo del capitalismo mercantil lo reemplazó por la ruidosa tarima, que se parece más a la carpa de un circo. El mayor de los cambios, sin embargo, no se debe a la maduración de la conciencia ciudadana, sino a la inesperada pandemia: vaciada la plaza y reducida la campaña a un insulso desfile que no suprime el riesgo del robo, el pisotón y el contagio, el ciudadano de hoy prefiere el escenario virtual que lleva en el bolsillo, donde el fervor de la masa ya no puede alcanzarle.
Este es el contexto de los llamados “debates” presidenciales. El primero, celebrado ya por iniciativa de un grupo de medios, incluido EL COMERCIO, mostró que los candidatos no parecen dispuestos a un verdadero debate: dos no asistieron y los demás optaron por el monólogo, aunque sabían que algunos repetirían con variantes el mismo discurso que nos deja menos certezas que dudas. Con tal experiencia, cabe pedir a los candidatos que el próximo fin de semana nos digan cómo van a cumplir sus propuestas y que sostengan su validez si de verdad creen en ellas: que debatan. Es lo menos que podemos pedirles por respeto a la sociedad que les gustaría gobernar.