Las fiestas de Quito, como casi todo lo que es difícil hallarle sentido, dejan un gran chuchaqui. A los que no saben qué mismo celebran (“Y La Guaragua, y La Guaragua y La Guaragua”); a los que en medio de la fría madrugada se aferran al pico de una botella con una mano y al volante del auto con la otra; a los que a ratos pensamos que detrás de ese gran escándalo solo hay un vacío histórico, colectivo, personal.
Los jóvenes son los que mayores incertidumbres viven frente al cambio climático, a la cuarta revolución industrial, a la falta de trabajo y de espacios para divertirse. Varios no encuentran mejor camino que convertirse en “ninis”: ni estudian ni trabajan ni ayudan. Prefieren extender su adolescencia hasta que se pueda. Igual, el mundo se va a acabar.
Otros dan la pelea, pero el mismo Estado les niega oportunidades o los engaña. Creyeron que gastar dinero estudiando en el exterior iba a asegurarles un empleo digno en un país que iba a dejar atrás su economía primaria. Hoy se sienten prisioneros y frustrados.
Igual pasa con los cientos de miles de jóvenes a quienes se les ha vendido la idea de que la universidad es una vía segura al empleo. Hoy más que nunca se nota el desfase de esa institución con la economía real, con los cambios laborales que vienen con el desarrollo inexorable de la inteligencia artificial.
Todas las épocas tienen su enfermedad y no siempre la procesión va por dentro. Los psiquiatras son más requeridos que antes y hay abuso de drogas, sociales o no sociales. La ciudad y las calles son un escenario para sacar los demonios, no un espacio de convivencia o integración; cada uno a lo suyo, a protegerse. De tejido social quiteño, de sentido de pertenencia o de un mito compartido, ni hablar.
En Quito siempre se celebró con desenfreno, cuentan los libros de historia. No debiéramos admirarnos, entonces. Pero lo que abisma es ese dejo de desesperanza, la necesidad de evasión, esa suerte de sinsentido de quienes buscan derrotar a los sentidos y al cuerpo, sin que importe lo que pase con ellos ni los derechos de los demás.
Hay, por supuesto, miles de excepciones. Gente que celebra a Quito haciendo deportes, recordando tradiciones, visitando lugares icónicos en familia. Jóvenes que defienden que los festejos se lleven en paz…
Son, inútil negarlo, tiempos confusos. Si encontrar un sitio en la vida, encajar, ya era sumamente duro en épocas de mayores certezas, hay que imaginar qué pueden llegar a sentir las actuales generaciones ante un piso que se mueve constantemente y en el cual la representatividad política saltó por los cielos.
Pero al menos debiera haber un milímetro de coherencia: si peleamos por el equilibrio planetario, equilibrémonos y cuidémonos nosotros mismos y respetemos a los otros. Si clamamos por la falta de equidad, no seamos tan egoístas y consumistas. Y que viva Quito.