En los albores del siglo XX, la admirable Rosa Luxemburgo propuso al mundo un dilema radical: revolución o barbarie. A cien años de distancia, en condiciones ya de tener una perspectiva suficiente, hoy es posible afirmar que la revolución no ocurrió, puesto que los diversos procesos sociales y políticos que han llevado ese nombre terminaron siempre, sin excepción, en el fracaso o el totalitarismo. No nos queda, en consecuencia, otra alternativa que la barbarie: Rosa Luxemburgo tenía razón.
Tenía razón, y para confirmarlo basta echar un vistazo alrededor del mundo: enormes masas humanas expulsadas de su tierra por el hambre o la brutalidad de gobiernos o terroristas; sociedades cultas y estables acosadas ahora por el miedo a los más escalofriantes atentados; organizaciones de inmensos tentáculos amasando fortunas millonarias mediante el atentado permanente a la salud y al equilibrio mental mediante el tráfico de drogas; secuestros, violaciones, asesinatos en masa, episodios demenciales de niños y jóvenes asesinados a mansalva en sus escuelas; dictadorzuelos megalómanos que no se cansan de hablar para que nadie olvide que su estulticia tiene la medida de su volumen corporal; iglesias de diversas confesiones que cobijan a sus fieles en la paz imaginaria de sus templos, pero cierran los ojos a los desgarramientos del mundo; empresarios que se ufanan de aparecer en las revistas con el registro de sus fortunas calculadas en miles de millones; multitudes enajenadas que han olvidado cómo se mira a los ojos a la persona amada porque prefieren “comunicarse” con lejanos “amigos” desconocidos…
Recuerdo entonces que un soldado veterano de la Guerra de los Treinta años escribió en su famoso “Discurso” de 1 637 que la Razón hace del hombre el “dueño y señor de la naturaleza” (maître et possesseur de la nature) y no puedo evitar una sonrisa de dolida ironía: me gustaría que aquel soldado, que se llamaba Descartes, volviera hoy a la Tierra para ver la expresión de absoluto desconcierto en su rostro antes marcado por una austera firmeza. Sentiría que sus propias palabras se le atragantan y que ya no puede pronunciarlas, porque el espectáculo del mundo le haría dudar de la Razón y del señorío del hombre sobre la naturaleza: lo que sus ojos le mostrarían sería en cambio el panorama más triste; el naufragio de toda posible confianza en el futuro, la estupidez elevada a norma universal.
Revolución o barbarie: ninguna sociedad ha podido realizar la revolución que permita al ser humano alcanzar el mayor equilibrio consigo mismo, con los demás y con la “casa común”. La barbarie se ha establecido sobre el mundo llamándose a sí misma “civilización”, “progreso”, “ciencia”, tecnología… o “Estado absoluto”. El individuo concreto, varón o mujer, adolescente o viejo, el que toma el bus cada mañana y va al estadio los domingos, sucumbe ante ídolos abstractos: el Mercado, la Técnica, la Burocracia, el Poder.
¿Qué hemos hecho de nosotros mismos?