El poder siempre ha sido un problema para los intelectuales. Primero, problema teórico, porque ocupación habitual de académicos y pensadores ha sido entender, explicar, criticar y penetrar en la anatomía de ese dramático fenómeno que permite que unos manden y los demás obedezcan, que unos diseñen las fórmulas de la “felicidad colectiva” y los demás se sometan a ellas aunque las aborrezcan. Y, segundo, problema existencial, porque, llegada la ocasión, los que presumen de intelectuales son quienes ayudan a construir sistemas de dominación, y son ellos, paradójicamente, los arquitectos del Estado que, a la larga, es el peor enemigo de las ideas, y el más refinado y peligroso adversario de la libertad de pensamiento.
Hay intelectuales de izquierda y derecha, socialistas y liberales; los hubo monárquicos y republicanos, anarquistas y fascistas. Todos hombres de ideas y muchos obsesionados por la fascinación del poder. Algunos cedieron a la tentación de los ultrismos, que son la negación de la racionalidad y la abdicación de la crítica. Importantes personajes, al estilo de Sartre, justificaron los excesos del socialismo real, pretendieron legitimar el totalitarismo estalinista, se negaron a mirar los campos de concentración y las represiones y fueron “despiadados para con las debilidades de las democracias, indulgentes para con los mayores crímenes a condición de que se los cometa en nombre de doctrinas correctas”, como escribió Raymond Aron.
Sin embargo, los verdaderos intelectuales, los que permanecen fieles a su tarea de incómodos críticos del poder y de implacables pensadores de la realidad, siempre fueron y son las primeras víctimas de la represión y la intransigencia. Fueron y son los excluidos, los desterrados de los cenáculos oficiales, los sospechosos y los herejes.
Es que las ideologías tienden a convertirse en catecismos que no admiten réplica. Son la verdad revelada. La política se transforma en religión, con sus ritos y sus dogmas, con sus inquisidores y sus autos de fe. Lo dramático es que los más intransigentes custodios de la pureza del dogma oficial son, precisamente, los intelectuales al servicio del poder y son ellos los gestores de las más refinadas estrategias para sofocar las libertades y legitimar el pensamiento “único”, para justificar, en nombre de cualquier revolución, toda suerte de represiones y desafueros.
Los caudillos latinoamericanos han tenido la habilidad de atraer a los intelectuales a las telarañas del poder y de fascinarlos con los encantos de la vida cortesana.
La historia de los hombres fuertes del continente está orquestada por la infaltable cohorte de escritores, artistas y sociólogos al servicios del jefe de ocasión. Y está acompañada de la larga lista de disidentes, silenciados y desterrados.