Mi enemigo el árbol, porque invade e importuna la maravilla gris del cemento; porque ensucia con sus hojas la monotonía de las aceras; porque estorba; porque no obedece a las líneas rectas; porque es extraño a los aires municipales y espesos.
Enemigo por su rebeldía, por su necedad, por su fuerza y capacidad para crecer hasta entre las rocas. Enemigo, porque con su rusticidad desentona frente a los dictados de la moda, esa moda que inspira la idea de ciudades con calles negadas a los peatones y rascacielos que roban el paisaje.
En una avenida de Quito, veo obreros que se afanan, motosierra en mano, en “podar” los álamos. Pasan los podadores y quedan los ramajes esperpénticos, cuando no los muñones que atestiguan que alguna vez allí hubo un árbol. En los caminos vecinales, en cualquier sitio del país, las mingas arrasan con las cercas vivas y los chaparros, para después echar al fuego sus despojos.
La empresa de ferrocarriles aplica la curiosa práctica de “limpiar la vía” tumbado los matorrales que en nada estorban a los convoyes de turistas; a su vera, quedan los montones de chamiza como testimonio de tanta diligencia.
Mi enemigo, el árbol. Lo que fueron bosques andinos nublados, hoy son eriales sin más presencia que el viento, la soledad y, quizá, un maizal raquítico. Es que, al ritmo de invasiones, demagogia y leyes agrarias, había que cultivar hasta el último rincón de la cordillera, había que hacer leña y carbón y era preciso quemar los páramos, arar las laderas y sembrar en los barrancos. Había que “limpiar” el mundo y el paisaje de maleza y condenar a muerte en la hoguera a los molles y aguarongos, frailejones y algarrobos. Había que modernizarse. Y claro, nos modernizamos, y tenemos un país donde el culto al árbol es una mentira, una falsificación y un malentendido, un país donde las fuentes de agua se secan y las quebradas se convierten en vertederos de basura, porque “para eso son, pues”.
Mi enemigo el árbol. Mi enemigo el páramo. Mi enemigo el paisaje convertido en propaganda, en comodín sin sustancia que las políticas públicas, los despropósitos municipales y los intereses privados, arruinan sin pausa ni pudor. Y mientras prospera la depredación, la gente se queja de la sequía y del solazo que abraza, porque la cultura ambiental no pasa de ser un mito, un tema político, un artículo en la ley, alguna noticia sin importancia que se filtra entre el torbellino de la crónica roja y la telenovela electoral.
Que el árbol deje de ser nuestro enemigo, que nos duelan sus mutilaciones y nos conmuevan los incendios. Cuando eso ocurra y esos valores se extiendan entre la gente, entonces, podremos decir que hemos progresado, porque progreso no es depredación, no es mundo pavimentado y conciencia ancha.