Llego a Colombia con el alma de colores. Los colores de la sierra, donde atardeceres naranja encendían las aguas sagradas de San Pablo, donde nace esa mole imponente del Taita Imbabura, reverenciado por una de las etnias más orgullosa de su identidad y sus raíces como los Otavalo, siempre impecables, los hombres con sus pantalones blancos, sus trenzas sus ponchos azules y esas mujeres de facciones clásicas, con sus collares, blusas bordadas, faldas rectas sujetadas con esas fajas preciosas. Sus artesanías. Su altivez y dignidad.
El rosado de un Cotopaxi iluminado por las últimas, luces de un sol que se replegaba hacia el occidente .Casi impúdico. Los verdes pajizos del Limpiopungo que se van oscureciendo a medida en que suben hacia la cumbre nevada, hasta desaparecer en negros amenazantes afirmándonos que esa cumbre es intocable para el hombre depredador.
Las aguas grises y azuladas, oscuras y profundas de Cuicocha, insondables y misteriosas. Cortan el aliento y sacuden las fibras más íntimas en Una experiencia espiritual.
Amarillos, rojos, dorados, en Latacunga vestida de luces. San Isidro regaló sol y empujó las nubes pesadas, para que los taurinos fueran los testigos de esos lances perfectos llenos de poesía de Manzanares, la alegría de un Fandi siempre entregado y esa profundidad serena de El Juli en gris oro y alamares dorados.
La marcha variopinta y colorida de un pueblo que exige le devuelvan a Quito sus fiestas, sus serenatas, su Feria de Jesús del Gran Poder. Donde todo era alegría, bullicio, hermandad y centenares de familias comerciaban sus productos.
Esos días mágicos que la rabia y la venganza, el resentimiento y la demagogia mutilaron de un tajo y tiñeron de gris la Carita de Dios…Mutilación fría y descarnada de una tradición de siglos…
La Sierra ecuatoriana. No me canso de repetirlo. Los que la habitan conviven con ella y en ella a lo mejor no se dan cuenta de esa majestad, esos coqueteos incesantes de la niebla con el sol y el azul del cielo esos destellos indescriptibles del Centro Histórico cuando se encienden las luces el sol se despide y el Pichincha se viste de negro regalando desde Itchimbía esa alucinación de vértigo que se queda para siempre en las retinas.
La Sierra ecuatoriana tal vez el amor más largo de mi vida… Me hipnotiza. Me seduce. Me golpea. Siempre nueva, siempre majestuosa. Que privilegio haber vivido en ella, los cuatro años más intensos de mi vida . Gracias Ecuador. ¡Te llevo en el alma!
PD. Llego llena de colores, para encontrar de nuevo los grises de mi patria, tan bella en paisajes y posibilidades y tan atada por la polarización, la rabia, la violencia y el rencor. La nostalgia me invade. ¡Quiero verla algún día llena de paz, luces y sol!