Al filo del este siglo, Oswaldo Viteri pintó una serie que llamó Cabezas. Testimonio sagrado y blasfemo del siglo XX. Los flagelos que sufrió la humanidad en esta época se concentraron en ellas filtrándose por medio de la sensibilidad de un solo ser, de un solo oficiante, de un solo creador. Soledumbre abrasadora. Tenebrismo denso. Silencio. Caída en el vacío, ámbito por el cual deambulamos sin nada que se parezca a la esperanza, porque este, quizás, solo sea un señuelo para aplazar la muerte de Dios o su negación antes de inventarlo.
Horror de ser como somos: guerras, desplazamientos, genocidios, expoliación, corrupción, miseria… Lo no acabado no es forma ni antiforma, es in-forme, es decir, condenación a la materia física. Las Cabezas de Viteri están circunscritas, por lo que son fraguadas por el espíritu. ¿Cuánto desgarramiento le produjo esta serie? ¿Qué resplandores y tinieblas lo atravesaron? ¿Cómo fue capaz de fisgonear en los resquicios de la condición humana, eludir el anecdotismo que en este tema es frecuente, y arribar a la intemporalidad: exponer a la humanidad, en el siglo más convulso de su peregrinaje, en una treintena de cabezas?
Sin más tregua que él mismo, sin más angustia que él mismo, sin más rebelión que él mismo, fue develando las sórdidas huellas del ser humano: confesión espasmódica del tiempo que nos tocó vivir. La revolución cibernética nos lleva a la pregunta: “¿soy un ser humano o una máquina?”; la genética a la cuestión: “¿soy un ser humano o un clon virtual?”; la inteligencia artificial a la reflexión: “si esta llega a dominarnos será el final, de qué”… Despojo de la humanidad que nos habita, glorificación de la inhumanidad. Cosificación.
Con el gran Viteri fundamos inalterable amistad. El tiempo ha sido incapaz de erosionarla. Por esas malhadadas jugarretas de la vida –simples y vacuas– no hemos vuelto a reunirnos. Extraño su aire de gitano, su sonrisa de niño grande, su abrazo en el que ganábamos un día más de vida.