La proliferación de mensajes en redes sociales a través de los cuales se difunden indiscriminadamente “bendiciones” entre personas que hacen gala de su profunda devoción, nos lleva a abordar en el tema. El propósito no es cuestionar la religiosidad de los actores – cada uno es libre de profesar creencias que mejor se adecúen a sus convicciones, ello es respetable – pero emprender en el conocimiento de lo que es una bendición en su proyección filosófica. Cuando la religión se la asume más allá de la razón es fundamentalismo. La Ley de Dios tiene ingredientes metafísicos, éticos y estéticos.
En Fundamentación de la metafísica de las costumbres, I. Kant afirma que la religión es una obligación moral del hombre para consigo mismo. Interpretándolo, podemos concluir en que practicar un credo es más que la solemnidad teórica de sujeción a sus enseñanzas, o proferir bendiciones a diestra y siniestra. Es, de hecho, adecuar la vida misma a tales preceptos, mediante las conductas y procederes que la práctica los recoja.
Remitámonos al Catecismo de la Iglesia Católica. Leemos en éste que bendecir es “a la vez palabra y don (bene-dictio, eu-logia)”. Sin pretender inmiscuirnos en consideraciones teológicas, que las dejamos a los teólogos, para nosotros el “don” es el acierto y la prudencia tanto para pensar como para ejecutar ese pensamiento. Las bendiciones de sacerdotes y legos cuya vida se aparta de la decencia es pecaminosa… cualquiera sea el concepto que tengamos de la transgresión.
La bendición carece de sentido como mera expresión de bienaventuranzas hacia quienes va dirigida. Es una “gracia” que la debemos “nosotros a nosotros mismos”. La mayor fortuna y abundancia de prosperidades y sacralizaciones divinas debemos auto-conferírnoslas… con nuestras propias actuaciones en dignidad y decoro. Como acertadamente lo expone F. Nietzsche, “mi conciencia sigue a mi visión, yo soy pues el intérprete de mis visiones”.
Toda bendición divulgada en recados estereotipados carece de la necesaria esencia ontológica.