“Democracia” es una palabra que se dice fácilmente, pero lograr la realización de su contenido no lo es tanto. Al contrario, el ejercicio real de la democracia es quizá el objetivo más difícil de los estados que suelen proclamarla, por la sencilla razón de que el mundo de las abstracciones (ese mundo en el que todos los hombres son iguales, tienen los mismos derechos y cuentan con mecanismos idóneos para la participación efectiva) está siempre muy lejos del mundo concreto en el que se desenvuelven nuestras vidas. En este último, pese a toda la lírica que hemos oído desde el nacimiento de los tiempos modernos, la humanidad está atravesada por diferencias de todo tipo, entre las cuales las más injuriosas son las que se deben a los privilegios que en ningún lugar del mundo han podido ser completamente eliminados.
El ejercicio de la democracia, por lo tanto, requiere un constante y complejo aprendizaje. No se trata de memorizar las recetas de los teóricos que especulan sobre la política o la sociedad, aunque es indispensable conocer sus ideas; tampoco se trata de la divulgación de experiencias particulares, y mucho menos de repetir las consignas de una propaganda ampulosa y siempre fraudulenta. Se trata de un proceso que exige a cada paso la combinación de los principios y los hechos; se trata de una cadena de acciones y valores que se condicionan mutuamente; se trata de una disciplina que solo está al alcance de quien ha decidido someterse a una continua autorregulación de sus propias conductas.
Como todo aprendizaje, el de la democracia exige no solo un profundo sentido de autocrítica, sino también la humildad para admitir errores y enmendarlos. Pero los seres humanos no estamos hechos de la materia inasible que se atribuye a los ángeles, y entre nosotros han sido muy frecuentes los contrastes sorprendentes y las contradicciones inesperadas. No hay campeón de la libertad que no haya sentido alguna vez la tentación del despotismo, ni demócrata convencido que no haya sido alguna vez autoritario. Tampoco hay sistema político que no haya permitido la trampa y el engaño, y ninguno puede erigirse en modelo de acabada tolerancia.
Es ingenuo, por lo mismo, imaginar que la expedición de ciertas leyes o la creación de ciertos organismos puedan asegurar por sí mismas el ejercicio pleno de la participación popular en las decisiones de interés general. Organismos y leyes son herramientas con las cuales podemos trabajar, pero debemos estar muy conscientes de que manejarlas de uno u otro modo no depende solo del conocimiento de una técnica: allí interviene ese complejo insondable que constituye a las personas y que, a falta de otro nombre, solemos llamar conciencia. Una conciencia que no es solo de carácter moral e individual, sino también colectiva: aquella que nos permite sustentar el imaginario de una totalidad con objetivos comunes. Una conciencia que todavía debe aprender a ejercitar la democracia.
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