Al Brasil le cayeron las siete plagas de Egipto. A la presidenta Dilma se le despertaron todos los demonios.
Ahora Brasil entra en recesión. Técnicamente una recesión se expresa cuando hay dos trimestres seguidos de contracción de la economía. El Producto Interno Bruto (PIB) muestra una contracción del 1,9% en el segundo trimestre de 2015 relación con el porcentaje del primer trimestre.
Los expertos estiman que, al menos, la recesión durará dos años, algo que no ocurre en el gigante latinoamericano desde los años 1930 y 1931. Los impactos son muchos pero claro, los más pobres, como siempre, pagarán la factura. Se estima que crecerá el desempleo y las inversiones se mostrarán extremadamente conservadoras.
La presidenta Dilma Rousseff ha empezado por reconocer la gravedad de la crisis. Esa sinceridad siempre es importante en un estadista. “El país va a seguir teniendo muchas dificultades”, dijo el viernes. Ella no quiere –y no puede– maquillar la realidad.
Pero la recesión llega en un momento de profundo deterioro de popularidad, no solo de la Presidenta sino de altos cargos de su equipo, de importantes figuras del Congreso, del Partido de los Trabajadores, y de su líder Luis Inacio Lula da Silva. Todos están en la mira de la opinión pública.
A la crisis económica y la recesión antecedieron los escándalos de corrupción. Primero los sobresueldos en el mandato de Lula, luego, el reparto dispendioso e ilegal de dineros para muchos partidos en Petrobras y los beneficios bajo la mesa que entregaron a los políticos de distintos partidos las inmensas empresas constructoras.
No olvidemos que el estallido social antecedió a la visita del papa Francisco y fue muy fuerte antes del Mundial de Fútbol por el derroche en la infraestructura. Ahora Dilma Rousseff pasa su peor momento y la idea de un Brasil poderoso, potencia emergente en el mundo y con liderazgo político, se esfuma con la pérdida de popularidad, credibilidad y en medio de la vergüenza pública.