Dicen que vivimos en el mundo de la “posverdad”. Si fuéramos un poco más claros y transparentes en el lenguaje tendríamos que decir que vivimos en la mentira. Vivimos, como mucho, en el mundo de lo político, económico y socialmente correcto, eso sí, comidos, vestidos y divertidos a la moda, siempre dispuestos a pagar el peaje que supone lucir bien y estar al día. Como el dinero manda, poco a poco (algunos de forma meteórica) nos vamos convirtiendo en clientes en casi todos los aspectos de la vida: los pacientes, los alumnos, los votantes (y los votados) engrosamos las listas del clientelismo puro y duro.
Preocupado por el tema de la enseñanza, deseo referirme especialmente a los alumnos y a la tentación de nuestras élites educativas de apostar por el pensamiento único, acrítico e incapaz de distinguir entre la verdad y la mentira, entre lo bueno y lo malo, entre lo humano y lo inhumano. Me temo que el pensamiento crítico ha sido desplazado de nuestras aulas y que al pobre profesor que se le ocurra ser pensante y racional y, por lo tanto, ayudar a pensar y a criticar, lo único que le queda es hacer la mochila y ahuecar el ala. Puede que la ingenuidad no le permita darse cuenta de que el cliente siempre tiene la razón. No faltan jóvenes (ni padres) lo suficientemente vengativos como para endilgar al crítico algún adjetivo vergonzante y orquestar alguna campaña para largarlo del aula.
El mejor centro de formación no es el que te llena la cabeza de conceptos y te obliga a memorizar la larga lista de presidentes de la República, sino el que te enseña a investigar, a pensar y a razonar. Y, además, te da un soporte ético para actuar de forma humana, racional y compasiva. Me temo que hoy, la “educación de excelencia” esté marcada por los resultados (notas, posibilidades de empleo y de prestigio social). Lo triste es que un concepto clientelar de la educación producirá profesionales clientelistas que siempre pasarán su trabajo por el cedazo de la productividad. Difícil salir del hoyo en el que nos estamos metiendo.