Algunas convulsiones sociales y políticas pueden ser evitadas si los actores políticos, particularmente los que detentan el poder del estado, antes de llegar al conflicto, actuaran con madurez y serenidad, e invitaran a los reclamantes de la sociedad civil, a buscar conjuntamente soluciones. Cuánto avanzaríamos si los inconformes acompañaran la protesta con propuestas.
Pero no. En los dos últimos grandes conflictos de octubre 2019 y junio 2022, se prefirió el camino de la imposición y de la violencia. Luego de pérdidas de vidas, y de millones de dólares de aparato productivo, los actores se sentaron a dialogar.
Y es que la madurez política es complicada de conseguir en un mundo cada vez demente, acelerado e individualista. La madurez debería expresarse en todos los lados de la mesa, tanto en gobernantes como en gobernados, y debería inspirarse en el bien común y la justicia social, así como en una perspectiva estratégica que permita salir del coyunturalismo, de los intereses particulares o de grupo.
Este espíritu democrático, de a poco se afianza en el país. En los últimos meses, gobierno y organizaciones indígenas y sociales, se sentaron para viabilizar el acuerdo de paz suscrito luego del alzamiento de junio del 2022. Con la mediación de la Conferencia Episcopal y la facilitación de varias universidades, se construyeron 218 acuerdos de transcendencia sustantiva y de aplicación a corto, mediano y largo plazo, que facilitará una transición pacífica hacia una sociedad cada vez más justa, democrática e intercultural y a un estado plurinacional. Tal transición llevará años e incluso décadas.
La concreción de estos 218 acuerdos es de crucial importancia para la sostenibilidad del Estado y la configuración del Ecuador del futuro. Su aplicación es responsabilidad de este y de los próximos gobiernos, así como de los actuales y siguientes dirigentes de los movimientos indígenas y sociales. Echar por la borda este extraordinario logro, sería absolutamente irresponsable.