La abogacía es una profesión de honor, en la que la comprensión clara de lo correcto constituye el norte esencial que separa a los serios y respetables abogados de los otros, lo cual no estaría necesariamente relacionado con la capacidad económica, nivel social, ni siquiera con el grado intelectual, sino mas bien con el carácter de cada cual.
El carácter no se ve, ni se hereda o compra, se desarrolla; siendo fácilmente detectado en el porte y señorío de cada quien, ya que el mismo es el constante, apropiado y franco delator, que con auténtico brillo alumbra o con neblina propia opaca la mirada de cada ser, lo cual se refleja en las huellas plantadas al hacer.
Algunos abogados habrían vendido sus conciencias y sacrificado su paz, por la inmediatista gratificación económica, defendiendo lo indefendible a sabiendas de la culpabilidad de sus clientes, ya que la presunción de inocencia jamás puede ocultar la realidad de la verdad; utilizando “su creatividad” para tapar con argucias las reales circunstancias e intenciones; y, estirando la interpretación legal, acomodándola a conveniencia. Se genera así, un grave daño a los afectados y a la sociedad, al minarse la confianza en la institucionalidad y en la justicia; contribuyendo “amablemente” para el efecto, determinados jueces.
Existe un grupo aún peor de aparentes “abogados”, que no habrían necesitado para ejercer de título, ni siquiera el de cartón comprado, mucho menos de formación jurídica; bastando con haber sido en sus provincias populares y/o aduladores de reclutadores y/u oradores de imposibles. Me refiero a ciertos asambleístas, que habrían pretendido lo impresentable dentro de la racionalidad y civilidad democrática, volviéndose golpistas de Estado, rebuscando en el cajón del despeñadero democrático, forzados pretextos y argumentos y/o ciegos defensores de la impunidad, solapando delitos asociados tanto a pasados gobiernos, cuanto a los feroces paros indígenas; así, develándose estos asambleístas como audaces “abogados del diablo…”