Los corruptos de la década pasada se aseguraron, en todo sentido, para desencadenar la más colosal de las etapas de corrupción que vive el país. La Constituyente de Montecristi desarmó y creó una institucionalidad tan precaria que difícilmente podrá enfrentar el tsunami de corrupción que nos golpea, sin visos de apaciguamiento. Por el contrario, se acelera y devasta los cimientos políticos y morales de nuestra nación.
Es tan precaria la institucionalidad que tenemos y tan colosal la ola de corrupción, que lo hecho, con toda la heroicidad y dinamia de los actores del bien, apenas se ha logrado judicializar un 1% de lo que significa la herencia corrupta del correísmo, y, afrontamos el riesgo de que el 99% restante nunca sea sancionado, peor recuperado, y quede en la impunidad. Es como si un niño de 5 años pretendiera someter a Alí Babá y sus 40 ladrones con una pistola de agua.
Lo que más debilita la institucionalidad es la falta de independencia, misma que fue alimentada por el anterior Consejo de Participación Ciudadana y que el Consejo de Transición, dada la conformación de las ternas, no garantizaba un refortalecimiento institucional, porque el Ejecutivo se aseguró una mayoría de 5 a 2 que limitara su accionar y trascendencia. El tema de fondo no es el simple cambio de hombres y nombres, porque está vigente un “agarra lo que puedas”; lo es la consolidación de un Estado con institucionalidad de acero y una moral inviolable, que garantice convivencia y equidad ciudadana, institucionalice recuperar el enriquecimiento ilícito, porque el corrupto Siglo XXI ya no le teme a la cárcel, le teme al despojo del botín mal habido, y para ello hay que desarrollar mecanismos legales y administrativos, idóneos, que garanticen la integridad e intangibilidad del patrimonio nacional, que emane de una nueva y moralizadora Constitución.