Cuando surge una polémica del tipo que sea: política, personal, religiosa, lo que se espera de ella es que surja alguna situación racional y positiva, que deje una enseñanza en la cual sea claro dónde radica la verdad.
Los resultados racionales y positivos se presentan cuando quienes polemizan hacen uso de la altura, los conocimientos y que con ellos establezcan la verdad. Esa verdad que debe brillar sin ninguna duda, contundente y altiva como debe enseñorearse toda verdad.
Sin embargo, cuando entre quienes polemizan se encuentra quien hace gala de imposiciones antojadizas o caprichosas, gala esta impropia de la racionalidad y de la cultura, entonces nos enfrentamos a personajes que disfrazan la polémica con insultos, descalificaciones, con frases hirientes, por muy elegantes que quieran presentarlas. Generalmente, estos esfuerzos de crear vestiduras “elegantes” a las respuestas y reacciones burdas y de baja ralea, la evidencia de la naturaleza de las mismas no se puede ocultar.
Toda persona que carece de razón en una polémica utiliza el ataque grosero y descalificador, sin que le importe que esta manera de actuar evidencie su falta de altura, su condición de insultador antes que de polemizador.