Las grandes ciudades norteamericanas están calientes, pese al gélido invierno, con millones de mujeres protestando contra Trump desde el primer día de su Gobierno. Los gritos de rechazo llegan a todo el mundo, menos al protagonista que, encerrado en las paredes de la Casa Blanca, permanece imperturbable, salvo para arremeter desafiante contra la prensa, el enemigo favorito de arrogantes y autoritarios.
No lejos de allí, una mujer sostiene un solitario cartel que dice: “Él no es mi presidente”. Ese cartel nos identifica allá y acá, porque nuestro escepticismo inicial, sobre las aptitudes de varios personajes de la política local, ha sido plenamente comprobado con hechos. Es que no puede ser mi presidente quien insulta y persigue a sus detractores; quien una vez en el poder entabla demandas millonarias contra un banco, diarios opositores y persigue a quienes denuncian la corrupción de funcionarios de su Gobierno.
No puede ser mi presidente alguien que se vanagloria del cambio de la Justicia ecuatoriana “-referente en Latinoamérica-”, según sus palabras, cuando esa Justicia encarcela a un médico por no salvar la vida de una persona mortalmente herida en el corazón. Con ese tipo de Justicia, con el país en graves aprietos económicos y una deuda que ha hipotecado el futuro de nuestros hijos, nietos y bisnietos, no me queda sino tomar la frase del cartel, aplicarla al Ecuador.